A esa intelectualidad

Tengo mis intelectuales de cabecera y no suelo compartirlos, así que no me importa hablar de ellos, ni mucho menos dirigirme a ellos desde aquí. Conténganse. Repito: conténganse. Detengan de una vez esta ridícula competición por el empleo de la palabra menos conocida del diccionario, por sacar a pasear al autor más recóndito, por emplear el argumento más extravagante y políticamente incorrecto.

El lenguaje se inventó para que los hombres pudieran entenderse. No para que los conferenciantes luzcan su repertorio de vocablos exóticos ante el asombro de la parroquia. Pero en las tertulias de radio y televisión, las prioridades de ciertos intelectuales han cambiado. La última moda es combinar el manejo de un lenguaje totalmente impostado, con las constantes acusaciones de analfabetismo a diestro y siniestro, especialmente a la clase política. Y es cierto. Basta comparar el nivel intelectual y cultural del Presidente del Gobierno actual con el de Leopoldo Calvo-Sotelo, por ejemplo, para darse cuenta de que urge desasnar a las últimas hornadas de políticos y parlamentarios, o bien echarnos todos al monte y tratar de entendernos a graznido limpio. Esta realidad es innegable. El problema es que el argumento está muy visto, muy manoseado. Y ahora, combinado con la pompa y la soberbia innata del intelectual contemporáneo, se vuelve en su boca un argumento fácil y previsible.

A veces, impulsados por la inevitable arrogancia del hombre culto, nuestros eruditos se elevan hasta lo más alto, pontificando sobre lo divino y lo humano en un lenguaje extraterrestre, contentando sólo a aquellos que se dejan asombrar por cuatro palabras más o menos aparatosas. Pero una vez en lo alto, vistos desde la tierra, resultan ridículos. Por mucha cultura que arrastren. Quizá no comprenden que no es lo mismo la escritura, en donde todo pude caber, que el lenguaje hablado en televisión, donde sólo una estrecha línea separa la solidez del sabio con la liviandad del payaso.

Admiro a la gente culta capaz de hablar con sencillez. Los sabios llegan a serlo, en la medida en que son capaces de aprender de aquel que sabe un poco menos. Eso requiere una actitud, un respeto y una humildad, que mis intelectuales de cabecera no siempre practican. Perdidos entre citas de autores rarísimos, quizá inexistentes –algún caso se ha dado-, no alcanzan a comprender los problemas de los humanos. Se han puesto tan alto el listón a sí mismos, que el mero hecho de equivocar levemente una cita, o confundir en antena el año de nacimiento de algún filósofo griego es motivo de suicidio entre bambalinas. Han olvidado la lección más importante: la naturalidad del error.

Es cierto que en un país como España, en donde sólo hay que echar un ojo a los SMS que los televidentes envían a los programas de televisión para comprobar el analfabetismo reinante, no está de más que ciertos intelectuales contribuyan a elevar el nivel cultural. Pero de ahí a lo que vemos y oímos estos días en televisiones y radios, media un abismo. En las tertulias políticas televisadas hay invitados que parecen haber pasado toda la noche pensando nueve o diez palabras extrañísimas para soltar a la primera ocasión. No se dan cuenta de que eso es sólo hojarasca. El dominio del lenguaje es, sin duda, una herramienta muy útil, pero sin nada inteligente que decir, es sólo un barniz que convierte al necio en un necio más o menos presuntuoso.

Muchos de estos intelectuales resultarían más útiles a la sociedad si lograran dejar de lado su pedantería, y fueran capaces de descender a la altura de su audiencia, y comunicarse con ellos –con nosotros- en un idioma inteligible. Conviene recordarles que, para bien o para mal, la mayoría de los españoles a los que se dirigen se desayunan leyendo el Marca y no a Dostoievski. Una elección, por otra parte, bastante razonable a esas horas de la jornada.

 
Comentarios