La muerte de RTVE

Si Sergio Leone volviera a dirigir La muerte tenía un precio, no elegiría a Clint Eastwood como protagonista de su spaghetti wester, sino al adolescente periodista, especialista en nuevas tecnologías y tendencias futuristas de la comunicación, Alberto Oliart, que con todo respeto hacia su persona, reúne todos los méritos que le pueden ser exigibles a cualquier candidato a presidente del INSERSO, pero no a alguien capaz de lidiar y salir ileso de ese pantano lleno de cocodrilos que es el Consejo de Administración de RTVE. ¡Qué miedo Cocodrilo Dundee

Es entendible que el Gobierno haya llegado por fin al convencimiento de que no necesita los medios de comunicación de titularidad pública para ganar las elecciones, porque le sobran redomados periodistas pelotas en los privados para glosar su augusta figura de estadista. Menos difícil de entender se me antoja que Rajoy le haya servido los huevos al plato a Zapatero mejor incluso que lo haría Lucio, siendo como es la cueva mediática del PP una reproducción en cartón piedra de Altamira. 

Corroborada la incompetencia visceral de la derecha española para la propaganda de Estado, justo es de reconocer sin ambages a «Isidoro» (seguidores de Felipe González) y a José María Calviño (director general del Ente Público hasta la llegada de Pilar Miró) el mérito de haber fundado «La televisión de partido». 

Es tal el grado de estupefacción putrefacta en el que me ha dejado de absorto la noticia, que hoy no tengo tan claro como ayer (mañana ya veremos) que si no existiera el periodismo habría que inventarlo. 

Hace medio siglo, Televisión Española era «La mejor TV de España». Cincuenta años después, los medios de comunicación (públicos, privados, concertados, medio pensionistas, españolistas, regionalistas, cantonalistas o nacional-independentistas) se cuentan por millares. Y donde ayer se hablaba de «La Televisión del Régimen», hoy se habla de «Televisiones, radios, periódicos y libelos de partido». 

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¡Tiene narices! sabido esto, que viniera después la ex secretaria de Estado felipista, María Teresa Fernández de la Vega, y dijese, con ocasión de la toma de posesión como directora general de RTVE de Carmen Caffarel (hoy jubilada de oro en el Instituto Cervantes), que el piadoso, desprendido y siempre bienintencionado Gobierno del PSOE se había propuesto poner fin a la «televisión de partido», como quiera que la vuelta de los socialistas al poder abre “el camino a la televisión pública independiente y de calidad en la que prevalecerá el derecho a la información sobre los intereses partidistas”. 

Como bien recuerda José María Carrascal, “todos los gobiernos españoles, de la dictadura y de la democracia, de centro, de derechas o de izquierdas, han hecho de TVE un feudo, que no la sueltan aunque les maten”. De manera que por monsergas que ahora nos cuenten, hoy por hoy sigue vigente un hecho contrastado por la historia y el curso de los años: quien controla la tele controla al pueblo.

A nadie extrañó por eso que doña Carmen se dejara traicionar por su malévolo subconsciente en el deslavazado transcurso de una gloriosa comparecencia pública que protagonizó el 15 de junio de 2004, cuando ante un auditorio de periodistas y profesores universitarios, dijo con toda su pachorra –y tan pancha se quedó– que la diferencia entre los medios públicos y los privados radica en que en los primeros “la influencia está legitimada por las urnas”, mientras que en los segundos es “difusa”. O sea, que los votos legitiman el ejercicio gubernamental del derecho de manipulación; o sea, que nadie debiera extrañarse de que la televisión pública de turno se ponga, cada cuatro años, al servicio del partido que ha ganado las elecciones. 

Hoy como ayer sigue vigente la amarga conclusión a la que llegó Montanelli cuando afirmó, resignado al desconsuelo, que las televisiones públicas son los botines de guerra de los partidos ganadores. Los medios de comunicación privados persiguen sin sonrojo alguno el “beneficio económico”, aunque como Fausto tengan que vender su alma al diablo y no precisamente a cambio de sabiduría; y los públicos, con mayor grado inclusive de desvergüenza, ambicionan el perverso “beneficio político”, lo cual no viene sino a completar el cuadro ya de por sí diarréico en el que se ha convertido, el manicomio mediático. Además, siempre hay editores tentados en poner al Gobierno de servicio a su servicio, a cambio de inmunidad y protección editorial.