Un mundo conversable

Vivimos una época de derechos sin obligaciones, sueldo sin trabajo, relaciones sin compromiso, fama sin mérito e incluso zapatillas de deporte sin deporte. De la misma manera, también estamos cada vez más “en contacto”, al tiempo que mantenemos cada vez menos conversaciones reales. En una fecha tan precibernética como 1959, Michael Oakeshott –pensador conservador de pedigrí- ya habló de la necesidad de rescatar el arte de la conversación del “lodazal” en que se encuentra, en tanto que la capacidad de conversar no sólo distingue al hombre del animal, sino que separa fundamentalmente “al hombre civilizado del hombre bárbaro”. Es la conversación como “aprendizaje recíproco de humanidad”, según Fumaroli, y como la mejor manera de formarnos o estropearnos el espíritu, según Montaigne.

En su vertiente privada, la conversación ha sido fundamental para el aprecio de las texturas de complejidad de la naturaleza humana, como vemos en los moralistas franceses del XVII, escritores quizá inigualados en sus intuiciones imperecederas sobre el hombre. En su vertiente pública, la conversación será la mejor garantía de estabilidad política, según Hume, en tanto que la sociabilidad implica la necesidad de morigeración en las pasiones. Orwell, a su vez, creía que los ingleses serían menos capaces de resistir al totalitarismo si dejaban de ir a esos pubs que frecuentaban “tanto por la cerveza como por la conversación”. Por contraste, sabemos que Stalin y Hitler sólo admitían la forma del monólogo con su círculo íntimo, y los autoritarismos de todo tiempo han puesto cerco a ese derecho de reunión que no es sino el derecho a conversar en libertad.

Oakeshott afirmará también que la civilización es, ante todo, la herencia de una larga conversación de siglos. Y resulta fácil avalar sus observaciones sobre la conversación como arte civilizatoria si recorremos algunos momentos estelares de la propia civilización. De Esparta –pese a las alabanzas de Sartre- no nos queda nada frente a una cultura dialógica como la griega. En la Signatura Apostólica del Vaticano –donde se firmaban y sellaban documentos de la mayor trascendencia-, el Papa encargó a Rafael frescos de tanta relevancia para marcar un estilo intelectual como La Escuela de Atenas o La Disputa del Santo Sacramento. En Francia, a partir del siglo XVII, con la mezcla citada por Voltaire “del genio de la nación con el genio de la lengua”, se instituirá una auténtica “diplomacia del espíritu” que pervive hasta hoy y que vio la luz en los salones de las madamas parisinas. Allí se dio forma a una sociedad intelectual que parte de la “convivialidad católica e italiana” y que tuvo como consecuencias no nimias la fundación de la literatura francesa moderna, el aludido auge de los moralistas, la encarnación de una cultura en que la mujer tuvo por primera vez un papel preponderante y, en definitiva, el comienzo del prestigio multisecular de la cultura y la lengua de Francia. Sí, a tanto llegó el poder de la conversación: sobre todo, a la conformación de un rico universo moral, un mapa y un glosario de los afectos humanos, con el “honnête homme” como prototipo de vida mundanamente recta y la Introducción a la Vida Devota de San Francisco de Sales como ejemplo de que –por así decir- se podía ser a la vez marquesa y santa. Aquel esplendor del XVII es un patrimonio de la cultura católica que quizá hemos soslayado sin motivo.

Hoy, en todo caso, estamos lejos de tanta finesse, lejos de lo que Hume llamó “el mundo conversable”. Recientemente, el escritor Stephen Miller ha recopilado no pocas causas del abandono de esa práctica del intercambio de ideas, que el sabio Montaigne juzgaba como “la más deliciosa de nuestras vidas” y el sabio Johnson definía como “el único placer verdadero” al margen de las batallas de amor. Según Miller, los movimientos contraculturales, tan autosatisfechos en su moral como intransigentes en sus demandas, no sólo han postulado la acción directa, sino que han afirmado un carácter virtuoso en la expresión de la ira política, por ejemplo: mejor que la conversación será la manifestación o el eslogan. Asimismo, han reaccionado contra el básico conversacional del respeto debido al otro, postulando como paradigma de conducta el “exprésate a ti mismo”, o una “autenticidad” que, por si fuera poco, “sienta bien”, y que en realidad se asimila al “todo vale”. Ni una cosa ni la otra dejan espacio posible a un interlocutor: más bien se trata de “descubrir el punto de vista de uno mismo”.

Curiosamente, pese al empleo de estas tácticas, la izquierda política y social se ha atribuido el monopolio del diálogo, también con el recurso al establecimiento de unas pautas de corrección política que alejan muchos temas de ser tratados en la conversación. Es una diferencia sustantiva con la derecha liberal que fundó todas las instancias reformistas que son y han sido, y con una derecha conservadora que, al modo de Burke, no deja de entender la sociedad como una conversación con las personas vivas, con las personas que nos precedieron y también con aquellas que están por venir. Algo tiene que ver el abandono de este paradigma civilizatorio con la rigidez y la pobreza del debate público, o con que la burbuja electrónica del hombre contemporáneo le prive de los beneficios de la conversación: ensanchar el mundo, volverlo inteligible.

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