¿Qué será del mundo si vencen los terroristas?

Un reportaje reciente de la BBC, titulado “Un paraíso a la sombra de sables”, relataba que durante unos 25 años en el territorio de Rusia existió un Estado islámico con su Ejército, Administraciones Públicas, tribunales, sistema impositivo y condecoraciones propias: el imanato de Shamil, que por su radicalismo es homologable únicamente con el régimen de Mahdi en Sudán o con el gobierno talibán en Afganistán. Los regímenes arriba mencionados pueden servirnos para analizar nuestra principal preocupación: ¿cuál es el fin último del extremismo islámico? Destruir las torres gemelas en Nueva York, perpetrar atentados con explosivos contra edificios residenciales en Moscú, el metro de Londres o los trenes de cercanías de Madrid son actos de intimidación emprendidos con miras a hacer ostentación de fuerza; no obstante, se trata de actuaciones tácticas. ¿Cuál es el objetivo estratégico? ¿Cómo piensan vertebrar el mundo los terroristas en caso de obtener la victoria? Veamos qué ocurre en los casos mencionados. Número uno. El “imanato de Shamil” en el Cáucaso. Shamil, de nacionalidad daguestaní, es una persona venerada por los caucasianos y, por paradójico que parezca, dado que quería poco (por decirlo suavemente) a los chechenos, respetada también en Chechenia. El secreto está a la vista. Todo checheno rinde culto a la fuerza, y Shamil se ha convertido en una figura mítica; al menos, de carácter exclusivamente mítico eran las numerosas publicaciones que he descubierto leyendo la propaganda de los extremistas chechenos. El miedo y la fe rayana en fanatismo constituían la columna vertebral de su gobierno, sus guardaespaldas enjuiciaban a diestra y siniestra a los descontentos. Según confesaba el propio imán, “tenía que gobernar un pueblo propenso a los saqueos, que podría hacer algo bueno a condición de que le sea mostrado un sable que haya cortado ya varias cabezas”. Estas palabras eran del agrado de muchos generales y oficiales rusos, participantes en las guerras del Cáucaso. ¿Qué destino les quedaba reservado a los heterodoxos dentro del imanato? Morir o ser esclavos. Puede decirse que la guerra que la Rusia zarista libraba contra Shamil no era sólo una campaña colonial, sino que era una campaña civilizadora. En aquella guerra existían las reglas, pero eran unas reglas muy singulares. Uno de los testigos imparciales de la misma resultó ser el famoso Alejandro Dumas. En su libro Alejandro Dumas el Grande, Daniel Zimmerman, basándose en los testimonios del literato francés, escribe: “¿Cuánto cuesta una vida humana entre esta naturaleza salvaje? Un puñado de monedas, en el mejor de los casos. Camino al poblado Chervlionaya, un pequeño destacamento de chechenos ha disparado contra el convoy de Alejandro. Los cosacos se lanzan al ataque. Todos los chechenos huyen, a excepción de un montañés que juró que nunca retrocedería ante el enemigo”. “El montañés —continúa Dumas- propone a los cosacos un combate cuerpo a cuerpo. Alejandro promete veinte rublos al que acepte el reto. Un cosaco corre a galope tendido. Intercambio de disparos, se llega a las armas blancas y acto seguido, el montañés muestra la cabeza cortada de su rival. De nuevo pide combate. Otro cosaco que fumaba en pipa da la última chupada y se dirige al montañés. Apunta con el fusil, parece que ha salido un hilo de humo, como si hubiera disparado. El montañés se acerca, dispara, el cosaco hace una maniobra a caballo, de nuevo apunta el fusil y el montañés cae muerto. El cosaco le corta la cabeza, y sus compañeros le quitan todas sus prendas, preguntándole al vencedor cómo ha conseguido disparar dos veces un fusil de un cañón. Resulta que el primer hilo de humo salió de su boca”. Desde luego, este episodio invita a reflexionar sobre los usos y costumbres que imperaban en aquella época y no únicamente entre rusos y chechenos. Es dudoso asimismo el comportamiento del gran francés que, por simple curiosidad, pagó dinero para presenciar un combate de gladiadores. Dicho sea de paso, los norteamericanos en Irak, disponiendo de armas de alta precisión, tuvieron que asaltar Faluja utilizando los métodos de la Segunda Guerra Mundial. Las condiciones del lugar dictaban las reglas del juego, por eso recurrieron a los bombardeos masivos en los que perecían más civiles que rebeldes armados. No hay guerras “limpias”, y cuando a uno le imponen la guerra sucia, ésta compromete a ambas partes. “El paraíso a la sombra de los sables” existía en los gobiernos de Mahdi en Sudán, de los talibanes en Afganistán y de Masjadov en Chechenia. Respecto a este último, tuve acceso a los documentos de su fiscalía. Se trata de unas sentencias pavorosas que dictaba el tribunal religioso contra mortales ordinarios, pero ponían en libertad al ya fallecido Arbi Baraev, número uno en el negocio de la trata de personas: este bandido, con la mano sobre el Corán, simplemente juró que todas las acusaciones vertidas contra él eran una sarta de mentiras. El régimen checheno invadió la vecina república de Daguestán para implantar allí la ley islámica; Ahmed Zakaev, uno de los responsables de aquella invasión, goza de la hospitalidad de Londres. A los británicos les faltan pruebas de su implicación en el terrorismo; no soy jurista, pero me ha bastado ver un vídeo filmado en el territorio daguestaní con las imágenes de Zakaev luciendo uniforme militar. El caso más reciente es el ataque contra Nalchik, en Kabardino-Balkaria, en el que otra vez hombres de a pie, pacíficos, murieron en aras de “yamaat wahabbita”, según muestra la investigación. La prensa occidental ha tirado no pocos tomates podridos a Rusia en relación con la guerra del Cáucaso. Una parte de las críticas es justa, pero en la mayoría de los casos, los críticos ni siquiera se dan cuenta de la naturaleza de los individuos a los que defienden. Líbreles Dios de un “paraíso a la sombra de sables”.

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