La nueva fórmula

¿Qué está pasando? Usted, como yo, lleva diez, quince, o veinte años utilizando el mismo champú. O tal vez el mismo cepillo de dientes. O quizá el mismo detergente lavavajillas. Pongamos que le gusta el olor a acelgas frescas en la cabeza, o esa magnífica sensación que deja la explosión de espuma en la boca, o que le apasiona que los vasos salgan del lavaplatos con olor a pino. Da igual. El caso es que usted no es sólo usted y sus circunstancias, sino que es también usted y su libertad de elegir el tipo de producto que desea comprar y el olor que desea desprender. Oferta, demanda y libertad. ¿No? Pues olvídese. Porque las cosas han cambiado.

El libre mercado ha dejado de existir como tal. No es que el gorila rojo haya decidido imponer su particular visión del mundo en España. O al menos, no es eso de momento. Es, simplemente, que los fabricantes han declarado la guerra a los consumidores. Hartos de la libertad del comprador para mantenerse fiel a un producto o para dejarlo de lado, han decidido vengarse de nosotros de una forma vil y rastrera. Esto es la gran tiranía del mercado moderno. La traición. El abordaje. La guerra.

Ha vuelto a ocurrir. No creo que exista nada en el mundo más molesto que acudir a comprar un frasco de desodorante y escuchar de boca de la dependienta: “lo siento, ha dejado de fabricarse”. Ante tal golpe, es lógico desear la muerte. La duda es si conviene desear la propia o la del fabricante, que ha decidido unilateralmente arruinar la existencia a sus clientes, eliminando por sorpresa uno de sus productos con más solera. La mayoría de los consumidores nunca llegan a recuperarse de un trauma de estas proporciones. Yo el primero.

Mi pequeño mundo, mi seguridad, la forman tres olores agradables, un par de colores combinables, cinco sabores de siempre, y dos tactos suaves. Mi colonia, mis corbatas, mi marca de galletas, y mis pijamas de algodón. Eso es todo lo que pido. Pero los fabricantes están empeñados en hacerme claudicar, atentando sin descanso contra mi pequeño mundo. Me pregunto para qué me convencieron de que su producto era el mejor, si tres meses después pensaban sacar una “nueva fórmula” que eliminase cualquier rasgo común con el producto inicial.

Y, como yo, allí en la tienda se queda usted, frente a frente, con la dependienta, preguntándose por qué no se lo habrán avisado antes. Lo sé. De haberlo sabido, la última vez habría comprado 500 frasquitos de ese desodorante. Pero ahora todo está perdido. Y cuando está dudando entre lanzarse por el hueco de la escalera de la droguería o beber a morro desesperadamente una colonia de alta gradación, la chica regresa y completa la faena: “Disculpe. Lo que sí que puedo ofrecerle es este otro desodorante, que acaba de lanzar la misma marca. Es igual. Aquí pone que es la nueva fórmula, pero en realidad es el mismo”. Y como en el fondo todos somos un poco idiotas, se enciende en nuestra tetera la lucecita de la esperanza, y accedemos a la propuesta. Lo cogemos con nuestras manos, le acercamos la nariz, repasamos la letra pequeña y los ingredientes con avidez, como si nos supiéramos de memoria la maldita composición del original. Y finalmente, caemos en la trampa. “Póngame tres”, decimos.

Ya en casa, al aplicar la nueva adquisición sobre su piel, la tragedia regresa, magnificada. Le han dado gato por liebre. Con la nueva fórmula el fabricante se ha propuesto acabar con la vieja fórmula y lo ha conseguido. El bote, sin duda, es más bonito, pero el olor es muchísimo más intenso, el tacto es aceitoso y desagradable, y los efectos secundarios van desde la irritación a la alergia, pasando por los vómitos, los espasmos y la muerte súbita.

A última hora del día la tragedia se vuelve hecatombe, al descubrir que padece intolerancia al nuevo producto, y que la zona donde se lo ha aplicado se ha llenado de pequeños granitos rojos. Entonces, decide describir su problema al doctor Google, y recibe la noticia: el noventa por ciento de la gente a la que le han salido esas ronchitas le han diagnosticado algún cáncer mortal. Al diez por ciento restante, le ha amputado el brazo. Internet siempre tranquilizando al personal.

Termina el día sentado frente al televisor, con la zona afectada al aire libre, y embadurnado de polvos de talco, como filetitos de merluza enharinados al borde del aceite caliente. La relajación televisiva tarda en llegar, pero no la publicidad. Y el segundo anuncio –gentuza- es el de su amigo el fabricante, alardeando de su nueva fórmula, más refrescante, más moderna, y más guay. Y usted se queda así, con cara de tonto, con los sobacos como el culo de un mandril, y pronunciando unas bonitas palabras sobre la madre del fabricante que, por respeto a mis queridos lectores, no voy reproducir, pero a las que me adhiero hoy con incondicional entusiasmo.

 
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