La oposición del PP

En estos días que se ha hablado tanto y se han realizado diversos balances de los dos años del Gobierno de Zapatero, también conviene hacer un análisis de cual ha sido la actuación en este periodo de tiempo de la oposición, es decir, del PP, porque sólo el partido que preside Mariano Rajoy está realmente ubicado en ese lugar del espectro político y parlamentario. Los demás, o son palmeros del Gobierno o su incidencia es nula.   Cómo resulta cada vez más evidente, la “hoja de ruta” de Zapatero pasa por aislar totalmente al PP e incluso, si pudiera, expulsarle del panorama político. Así ha sucedido con las reformas estatutarias puestas en marcha –Cataluña, Andalucía- o en la política antiterrorista o en la reforma educativa. Para lograrlo, el sistema seguido por el Presidente del Gobierno ha sido muy sencillo: buscar el acuerdo con todos menos con el principal partido de la oposición que, dicho sea de paso, representa a diez millones de españoles. Si por el mismo precio se logra presentar a los populares –a través de la poderosa maquinaria gubernamental dedicada a la propaganda- como unos auténticos intransigentes e intolerantes, miel sobre hojuelas.   Esa es una de las principales dificultades con las que se ha encontrado el PP en estos veinticuatro últimos meses. Cuando lo lógico es que el Gobierno hubiera buscado el acuerdo con el principal partido de la oposición en las cuatro o cinco cuestiones que realmente se pueden denominar “de Estado”, sucede que no solamente se hace todo lo contrario, sino que encima se busca su exclusión de la vida política y su demonización ante la opinión pública.   Asimismo es cierto que al PP le ha costado superar –e incluso algunos dudan que lo haya hecho del todo –la derrota electoral del 2004 precedida del brutal atentado del 11-M y con los gravísimos incidentes de la jornada de reflexión, cuando varias sedes del PP fueron escenario de manifestaciones jaleadas y animadas tanto por el PSOE como por medios de comunicación del grupo PRISA.   Se dice, y es verdad, que Rajoy era un candidato pensado para ganar, para ser Presidente del Gobierno. Y aunque la primera reacción, lógica y humana, del político gallego en la noche de la derrota electoral fue arrojar la toalla e irse a su casa, en muy pocas horas rectificó y siguió al frente de una nave que había quedado ciertamente maltrecha. Pero Rajoy sabe –como acertadamente señaló ya hace tiempo el director de El Mundo, Pedro J. Ramírez- que sólo tiene un bala en la recámara, que tendrá que dispararla en las próximas elecciones generales y que caso de errar en el tiro, no tendrá otro remedio, entonces sí, que pasar el testigo a otro.   ¿Está condicionando esa circunstancia la actuación de Rajoy como líder de la oposición? Sinceramente creo que a él, no. En diversas ocasiones ha manifestado que después de tantos años en la política activa, él no está en estos momentos para conservar el puesto y no defender lo que cree que debe defender. Eso dice bastante en su favor. Pero algunos dirigentes dentro del PP dan la impresión que ya están tomando posiciones para lo que consideran una casi segura derrota en las próximas elecciones generales. Y eso es letal para cualquier formación política.   Por eso, el PP, su núcleo dirigente, debería concentrar todas sus energías en su labor de oposición. En representar bien a esos diez millones de españoles que el 14 de marzo de 2004 les dieron su confianza. En oponerse con todas sus fuerzas a que Zapatero pague un precio político por el final de la banda terrorista ETA. En defender con uñas y dientes a la España constitucional que se pactó en 1978 y que el actual Presidente del Gobierno está empecinado en desmembrar.   No es nada fácil esa tarea, porque a las dificultades señaladas hay que añadir un estado como de anestesia casi general en la sociedad española. Da la impresión que a muchos ciudadanos les da lo mismo que se diga que Cataluña sea una nación o que Andalucía es una “realidad nacional”, o que se negocie la integración de Navarra en Euskadi o que los presos de ETA salgan a la calle, o que se incida desde las políticas gubernamentales en un relativismo moral que todo lo contagia. Es precisamente ahí donde un partido de la oposición tiene que demostrar que las cosas se pueden hacer de otra manera, que existe realmente una alternativa. Es cuestión de querer y ponerse seriamente a ello.

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