Sin pasar del título

Me acojo a la indolencia veraniega para no ir en estas líneas más allá del título, como quien se acoda en la jamba de una puerta y, en vez de pasar, centra por entero su atención en los dibujos de la madera donde se apoya. Aquí el título no conducirá a ninguna parte, como mucho a otra puerta figurada, y a otra, y así hacia el punto de fuga, que será el punto final. En resumen, se halla usted ante un artículo gilipuertas fruto del calor y la molicie, que ablandan el ánimo y la voluntad. Al menos no estoy escribiéndolo en bermudas.

El título, decía. Si el aroma es el ansia de las cosas por darse anticipadamente, como más o menos recuerdo haber leído a Ruiz Quintano citando a no sé quién, el título es el ansia de las cosas del hombre por someterse a una interpretación. Así somos. La cigüeña elabora su nido concienzudamente, rama a rama, y lo deja innominado. El pintor ejecuta su cuadro con igual empeño, pincelada a pincelada, y lo llama Escena venatoria. El ave no crea cultura, en parte porque la cultura es cuestión de palabras. Compruébese este hecho en toda su extensión si lo que representa dicho cuadro no es una montería sino un campo de batalla.

En las artes hay un proceso y cuando este culmina hay un producto, pero no son suficientes: falta un título. El título dirige, aproxima, advierte, desenfoca, sesga, perturba, lo que sea. Debe existir como acceso franco o tortuoso a la obra que va a disfrutarse. En este sentido, las artes plásticas gozan de una situación de privilegio adquirido con respecto a las literarias o a las musicales. No es infrecuente que una pintura, una escultura o una fotografía lleven por título, para no interferir, un callado Sin título (a veces incluso de forma seriada: Sin título I, Sin título II…, lo que constituye una curiosa parcelación del vacío).

Acaso esta licencia sea posible porque la pintura, la escultura o la fotografía se ofrecen en su totalidad de manera inmediata a quien las contempla. Se abarcan con un solo golpe de vista, aunque sea preciso aguzarla para valorar los pormenores. No ocurre así con la música, la literatura o el cine, que son disciplinas durativas, secuenciales. En estos casos, recurrir al blanco Sin título puede conllevar la pérdida del cliente potencial en el saturadísimo mercado de la cultura: al desconocer las virtudes de la obra y al hallar tan poco entusiasmo por parte de su autor en materia de persuasión, aquel derivará muy probablemente los preciosos minutos de su tiempo libre hacia un producto más sugestivo. 

Hay quien ha hecho del intitular un arte paralelo. Valle-Inclán, caso de haber sido manco, atrabiliario y ceceante pero un mediocre escritor, merecería haber pasado a la historia dorada de las letras aunque solo le hubiese adornado esa virtud de alumbrar hermosamente sus cubiertas y lo que hubiera tras ellas fuese guano, que no lo es. Los Beatles, caso de haber sido originales en el diseño de la carátula y medianamente eficaces en las armonías vocálicas, se habrían ganado un lugar en la historia de la música popular solo con la enunciación de ese Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band, aunque no fuese además el disco más influyente de las últimas cinco décadas, que según muchos críticos lo es.

Con el título se puede operar por síntesis o por análisis. En el primer caso se llega a él después de elaborar lo que va a titularse, y entonces la elección se convierte casi en un simple trámite. Algunos cuitados como yo, de rígidos esquemas mentales, actuamos por análisis. Quiere decirse que mientras no hay título no hay nada más que ideas volanderas en su empíreo inaccesible, y solo al encontrar las palabras exactas del encabezamiento comienzan a vislumbrarse aquellas que pueden venir detrás. Cuando no ocurre ni eso, entonces es mejor quedarse sin pasar del título.

 
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