Que tanta paz como descanso

Váyase. Váyase hoy. Váyase ya. Mire a Felipe González y a José María Aznar, presidente. No me diga que no los envidia. Ahora presumen de tener amigos en cada rincón del planeta. Algunos muy afortunados, en el sentido más económico de la fortuna. De los antiguos Aznar y González no queda ni rastro. Su pasado hoy es impecable. Atrás quedan los rencores. Sólo conservan las buenas influencias, los teléfonos importantes, y la suerte de poder marcarlos, y que al otro lado se pongan un presidente, un rey, o un jeque. Nadie les menta ni palabra de los errores y, en algunos casos, de las atrocidades cometidas. El tiempo todo lo limpia. Sólo permanece lo bonito. La alegría de vivir. La democracia. El respeto institucional. Los homenajes. Y los negocios. La familia y la famiglia.

Cuando un hombre abandona La Moncloa, su palabra se vuelve impune, y puede pontificar cualquier sandez sin responsabilidad alguna. ¿No es maravilloso? Su influencia se multiplica, sus deberes desaparecen. Todo el mundo le escucha con gran respeto, interés y admiración, diga lo que diga. Incluso cuando opina sobre el genuino sabor de unas cocochas de bacalao, la gente asiente y se admira de su reveladora sabiduría. Y al día siguiente se agotan las cocochas en todas las pescaderías. La voz de un ex presidente evoca autoridad perenne.

Presidente, a usted le han empezado a homenajear antes incluso de irse de La Moncloa. Esta semana, al término del debate sobre el Estado de la Nación, los trabajadores del Congreso tuvieron que afanarse para recoger las toneladas de azúcar vertidas en el suelo del hemiciclo, alrededor de la tribuna de aduladores. Tras la sonrojante intervención de la diputada canaria Oramas, hubo varios desmayos por sobredosis de almíbar, terriblemente indigesto con estas temperaturas. No vea en ese aplauso unánime y crepuscular un respaldo a su gestión. Detrás de cada ovación del pasado martes, se esconde una despedida. Y una súplica: no alargue más la agonía. Conocemos su capacidad para la irresponsabilidad, pero no es necesario que haga nuevos alardes. Ya la hemos comprendido en estos años.

No se demore. Piense que León le espera con los brazos abiertos. Me cuentan que su mansión va viento en popa. Si fuera necesario para acelerar su retiro, llegado el momento, me presento voluntario para acomodarle el césped a la altura adecuada, servirle la mariscada en el jardín, y rociar los salones con aromas exóticos antes de que acuda a ver los partidos del Barcelona. Si lo desea, le llevaré la prensa cada mañana a los pies de la cama, un zumito recién hecho y siete periódicos. O sea, siete ejemplares de Público. Ya no tiene nada que aparentar.

Mire que León es una ciudad preciosa. Un paraíso para los amantes del clima castellano. La mejor ciudad del mundo para retirarse y disfrutar de la vida. Es tierra de lechazo, de morcilla y de una cecina que quita las penas. ¡Y qué tapas, presidente, qué tapas! Un paraíso para el cuerpo. Un descanso para la razón. Un gozo para el corazón. Allí le espera lo mejor de la vida. Un futuro como una pandereta. Como un tinto de verano en una piscina de hielo. Como un anuncio de Coca Cola. Si pudiera, me apuntaría a su jubilación mañana mismo.

Mire que lo de Madrid sólo puede ir a peor. Madrid es un horno, el Congreso, una parrilla, y usted ya no pinta nada entre tanto chorizo. Es mejor subirse a la mirada positiva, al lado amable de la vida. Como no va a hacerlo por España, ni por los españoles, ni por nadie, hágalo por usted mismo. Abandone de una vez. Convoque y vuele. Convoque y márchese. Convoque y dilúyase.

Y, si es tan amable, cuando llegue a León, envíenos una postal que certifique que de verdad está allí, y que ha llegado para quedarse. Y ya sabe. Ahora, a disfrutar y a forrarse. Y descuide. Dicen los psiquiatras que cuando uno sufre en sus carnes un accidente, su recuerdo permanece durante toda la vida. Así que no se preocupe. Los españoles nunca le olvidaremos.

 
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