El pesimista

Es hora de rendir tributo al pesimismo. Al fin y al cabo, ninguna corriente ideológica basa su éxito en su propio fracaso. Eso hace del pesimismo una forma de ver la vida intrínsicamente exitosa. Es imposible entristecer al triste. Por eso el triste es un superhombre rodeado de gente que vive obsesionada por ser feliz, en lugar de asumir, como él, que el mundo es un vertedero maloliente, más o menos regado de flores que rara vez merecen la pena.

El pesimista se levanta por la mañana, enciende la radio, y al escuchar que el PP y el PSOE se han vuelto a poner de acuerdo para aprovecharse del rebaño de votantes, exclama con serenidad “lo sabía”, mientras los optimistas que lo rodean lloran desconsoladamente. El pesimista abre el periódico y pasa páginas sin detenerse en las desgracias, porque no espera otra cosa de un mundo como éste. El pesimista enciende la televisión a media tarde y al comprobar el triste espectáculo de la degeneración más extrema de la inteligencia humana, recuerda serenamente a los presentes: “Esto ya lo advertí yo en el 91”. Y añade, para acentuar su apatía vital: “Y nadie me hizo caso”.

El pesimista sonríe todo el día y disfruta de las pequeñas alegrías, aunque sabiendo que detrás de toda flor suele venir una pedrada en las narices. Comprende así que la vida terrenal tiene sus limitaciones, y que no hay estado del bienestar capaz de deshacernos de nuestras lacras, especialmente de la política, que es la más indignante de todas.

Ser español es una forma de ser pesimista, de la misma manera que ser idiota es una forma muy satisfactoria de ser feliz. El pesimista autóctono sabe que nada de lo que haga puede cambiar su rebelde realidad, y conoce a la perfección que todas las leyes de la sociología se aliaron hace tiempo para hacer de este país un hervidero de víboras, en el que todas las estadísticas sociales, políticas, económicas y morales, apuntan al mismo despeñadero. Unos disfrutan arrojándose y otros, comentando cada una de las caídas desde el borde del abismo. España.

El pesimista español, por lo general, sobrevive gracias a su genuina mala leche, que le convierte en un buitre mordaz, capaz de desplumar gaviotas de siete en siete sin despeinarse. A veces proyecta su hastío contra la gente que sale en el telediario, al tiempo que desparrama su envidia sobre vecinos y conocidos. El pesimista español es, en fin, un retrato de la historia de España. Por eso es tozudo hasta el extremo, porque basa su pesimismo en la experiencia.

No celebro, en cambio, cualquier clase de pesimismo. Mis simpatías se ciñen el pesimismo moderado e inteligente. Nadie mejor posicionado para desarmar a un optimista patológico que un cenizo inteligente convencido de que sus pronósticos terminarán ajustándose a la realidad. Esa capacidad resulta todo un antídoto contra el pensamiento dominante buenista que arruina nuestro tiempo, como si alguien estuviera empeñado en echarle agua a este vino tan caro.

También admiro el humor del buen pesimista. Aunque a veces se muestre externamente más triste que el optimista, el buen pesimista siempre resulta increíblemente más divertido. El pesimista ilustrado, no confundir con el zafio y resentido, tiene un atractivo indiscutible y constituye uno de los caracteres más exóticos e interesantes de nuestra sociedad.

Uno de los más grandes filósofos del pesimismo de nuestra es un americano llamado Scrooge McDuck, más conocido en España como el Tío Gilito. El más simpático de los avaros ilustró todo este elogio al pesimismo en una sola frase capaz de desarmar a la humanidad. Ocurrió una tarde en Patolandia. En el zenit de su popularidad en las historietas de Disney, tras una mala racha de resultados económicos, alzó su pico al cielo en señal de desesperación, hincó las rodillas en su colosal almacén de monedas, y regaló una reflexión angustiada a la humanidad: “No puedo seguir así: ¡perdiendo un billón de dólares por minuto estaré arruinado en 600 años!”. Insuperable abatimiento. Inabarcable ironía en ese pico. Mi homenaje al pato más rata.

 
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