Cómo visten los políticos – la política francesa y la española – connotaciones de los Barbour

La política francesa es una trama de maldades y elegancias del mismo modo que la política española tiene como nota permanente el impudor. Édouard Balladur se hacía traer calcetines de color rojo cardenalicio, en pura seda, de cierta sastrería romana especializada en el mejor género talar. Por su parte, Dominique Marie François René Galouzeau de Villepin, conocido en el siglo como Dominique de Villepin, ha dado siempre un aire de apostura que parece trascender la corrección de sus trajes o los rizos grises del veterano vividor a los que algunas mujeres, sin importar la edad, parecen tan sensibles.   Su caso es paradigma de elegancia a la francesa por el honor y el exotismo de nacer en las colonias y hacer compatible la condición de experto en la poesía más ignota con las ciencias ocultas de la Administración. En un país donde los fruteros dan lecciones de botánica, ser intelectual verboso y alto funcionario resume las aspiraciones de grandeza. Aún hay que añadir el uso de la “particule” con la que sueñan los franceses que alardean de château aunque tengan después una zahúrda. Tan sartorial, Eduardo Zaplana no saldría con bien de la comparación.   Alain Juppé ha entrado y salido de la política no por gusto sino por implicación en procesos judiciales de orden pintoresco, como sufragar el apartamento de su hijo –rue Jacob- con fondos del Ayuntamiento de París. Juppé, Chirac, Villepin: todos han compartido una noción de gloria francesa que pasa por ostentar la magnificencia del Quai d’Orsay y ser jóvenes que sacaban matrículas de honor en latín y griego antes de acceder a la Escuela Nacional de la Administración. Por lo general, beben vinos excelentes y pueden permitirse el ser excéntricos sin que a nadie le llame la atención. Chirac, por ejemplo, mantiene un gusto consolidado por las chinoiseries y viene de inaugurar un Museo de Antropología que fue un antojo maxi-millonario. Tener la corte de Versalles o la gloria de oro de Napoleón III no fue en vano para los franceses y aquí echaríamos quizá un poco de menos la vuelta al negro solemne de los Austrias. De todas maneras, aquí nos cambiamos a diario de camisa aunque un francés aduciría que los perfumes se inventaron para algo.   Ségolène Royal, postulante socialista, fue la sensación europea del verano con un posado en bikini que –según los más críticos- demostró que tenía un buen perfilado de las piernas pero un programa que no iba más allá. Por lo general, Ségolène Royal ha venido a interrumpir la estolidez característica de las políticas europeas dotadas de virtudes masculinas y vestuario de terciarias: ahí están Angela Merkel o Margaret Thatcher, que por gracia del Cielo han tenido mejor voluntad que piernas. En el lado de la derecha conservadora masculina, a Sarkozy le basta con su perfil numismático aunque –curiosamente- su buen linaje húngaro no le reporta muchas adhesiones. En el código visual de los franceses, vestirse de Kenzo viene a significar que uno es trotskista.   Poeta con pseudónimo en su juventud, Juppé hizo su última rentrée a la vida pública prácticamente con palmas y con ramos y con un aplomo al que de algún modo contribuye la rotundidad de su calva, como una esfera total, paciente y pensativa. París es la capital del style anglais y de ahí viene la sobriedad en los trajes aunque la corbata –de Hermès o azul Lanvin- sea de puro pedigrí francés o se opte por la moda de bulevar de ir descorbatado. Es conocida la anécdota del noble francés que cruza el Canal y, una vez en Londres, su valet le comunica que sólo el señor va vestido como los ingleses. Ahí estamos muy lejos del look canalla de González Márquez o de los domingos de mitin y dominó en Quintanilla, con un Aznar vestido con camisas manufacturadas en la Costa Azul y que quizá no deberían salir de la línea de playa entre Niza y Saint-Tropez.   En el caso de González, la pana y la imagen de bandido conquistaron muchos votos -y muchos corazones- frente al pobre Landelino. Ya hay estudios sobre la repercusión de la imagen en el electorado femenino y esto es sexista porque la vida es sexista y no nos reproducimos por esporas. Para todo hay que tener el physique du rôle y es mejor no mostrar cara de charcutero si uno es poeta o aspecto de erudición si nos dedicamos a la venta de jamones. A Zapatero los trajes le vienen algo grandes. Con eso le pasa, tal vez, como con todo.   Juppé entró a la vez discreto y glorioso en la coreografía congresual de la UMP vestido no sé si con terno o con blazer pero en todo caso bien cubierto –otra vez Inglaterra- con un Barbour. Tal vez esto lo compartiera con Aznar. En España, el Barbour tuvo su gloria en algún lugar de los noventa, cuando se vio mucho –muchísimo- por la cuesta abajo de Velázquez, en el bar de los clubes de golf, hacia San Francisco de Sales y, muy extensamente, en monterías. Lo llevaban las madres y las hijas en la compra de los sábados cuando, si uno miraba bien, no sabía con quién quedarse. Por otras zonas dominaba la mixtificación, el sucedáneo.   Esto le ha atribuido al Barbour unas connotaciones quizá antonímicas respecto de lo que pueda decir de uno el uso de una chaqueta de cuero negro con tachuelas. La derecha joven de hoy –la derecha más liberal- viste también de negro por lo que todo se tambalea un poco y habrá que cambiar los tópicos o un imaginario cuya volubilidad causa congoja. ¡Adiós, adiós, camisas rosas y amarillas! Como norma universal, se aprecia menos rigidez, más barbas (hoy por hoy muy de derechas), y un cierto descuido capilar que tiene que ver con cuestiones de estética tanto como con la precariedad del tiempo disponible y el precio de los peluqueros con artes mayores que el corte militar.   En todo caso, hay aún adictos al Barbour aunque ahora imperan las cazadoras Belstaff a las que también se apuntó –en la primera hora- Jaime de Marichalar. Son de un corte menos campestre y más urbano o más motero, y han hecho del Barbour una nostalgia que pasará a la guardarropía de los tiempos con los corsés de ballena o los miriñaques. En Francia, par contre, el Barbour podía unir al político y al campesino, al cazador y al ecologista. Los Barbour tienen ya siglos o generaciones a su espalda como todo lo que merece respeto o estima en grado sumo –la monarquía, por ejemplo.   Hay también versiones neozelandesas más semejantes a esas capas de Seseña que los españoles sólo deberíamos llevar en el extranjero, por prurito nacional. El Barbour envejece con nobleza y se amolda al cuerpo con rara perfección y tiene –según los modelos- todo tipo de bolsillos complicados para los pañuelos o el periódico o las llaves –o para meter el faisán recién cobrado. Llegan de fábrica con un mal olor característico pero aquí no cabe preocuparse porque en diez o veinte años se les pasa.   En realidad, son una de las mejores atribuciones del otoño porque el otoño también está en estas tonterías: de algún modo necesitamos el sostenimiento material que las cosas nos aportan, la continuidad de su presencia en nuestra vida, el brillo y los rotos que se provocan con el uso de aquello que es nuestro y que nos acompaña con los años con un rastro paralelo y entrañable. Son las mismas razones por la que nos gusta más la cubertería de plata o la loza algo gastada que el brillo frío del diseño escandinavo.   La sentimentalidad se afianza en estas cercanías y en estas vaguedades también vive el otoño, ahí hacia el final del mes, con una alegoría de vino nuevo, la corona de pámpanos de Baco y el confort de la lana cachemir. En cuanto a la política, es mejor no votar a los políticos que visten de diseño porque suelen ser –Joan Clos, José Montilla- políticos de diseño y sin sustancia. Al menos el otoño no se muda.

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