Ellos son el problema

No todo el mundo sabe perder las elecciones. Se trata de una arte que requiere experiencia política, tesón y capacidad para comunicar con transparencia las propias majaderías. Estimo altamente los méritos que el Gobierno está haciendo para perder a toda costa las próximas elecciones. Reconozco que es difícil reunir tantos en tan poco tiempo. Toda una proeza. Su desplome en las encuestas debería ser analizado al detalle; no diremos al dedillo, por no herir susceptibilidades entre los candidatos a suceder al presidente del Gobierno. No obstante, perder las elecciones no es algo que se consiga en un día. Hay que tener en cuenta que la oposición también está trabajando para ese mismo objetivo. No es mi intención restarle méritos al equipo de Mariano Rajoy. Por eso, la carrera hacia la estupidez política debe ser constante y segura y renovarse día a día con nuevas torpezas.

La marea de prohibiciones va en la buena dirección, pero para ser realmente efectiva debe contemplar algunas normas nuevas. El ataque a colectivos sociales amplios ofrece resultados inmediatos en las encuestas. Empecemos por el asunto del tabaco. La ley del tabaco es extraordinariamente permisiva con los no fumadores. En adelante, debe prohibirse tanto fumar, como no fumar, en cualquier circunstancia y situación. Por supuesto, todo aquel que fume será multado, pero todo aquel que no fume, también. Si las multas se quedan cortas, siempre está el maravilloso recurso a la guillotina. En la historia universal, lo importante es figurar. Y un país que guillotina a quienes incumplen las leyes antitabaco tiene su lugar asegurado en las enciclopedias de mañana.

Otro inmenso colectivo que disfruta de grandes ventajas es la clase media. Para los políticos, fastidiar a la clase media resulta muy entretenido. La clase media es como ese sobrino bonachón, trabajador, honrado, que traga lo que sea. Le insultas y se monda de risa. Le atizas un guantazo y te lo agradece. Le robas la cartera y te regala también el reloj de oro. Como ese tipo que trabaja de sol a sol, paga sus impuestos, tiene hijos y los educa bien, administra y arriesga, si es necesario, sus diminutos ahorros, y trata de ser feliz, en un país donde la felicidad es sospechosa. La clase media de España es, al fin, mansa o extrema, como el resto de los españoles.

A pesar de que la clase media parezca anímicamente inalterable, los gobernantes deben saber que hay dos cosas que enfadan tremendamente a este inmenso sector: que se les considere ricos, que se les considere pobres. Por tanto, si lo que se pretende es obtener un resultado electoral lamentable en los próximos comicios, es preciso penalizar a la clase media por ambas cosas: por rica y por pobre. Para lograrlo, podemos recurrir a la estrategia que inventó el socialismo hace tiempo: anunciar a grandes voces que los ricos pagarán más impuestos, y considerar, en la letra pequeña, que dentro de la categoría de los ricos se incluye a la totalidad de la clase media.

La oposición, por su parte, lleva una cierta desventaja en la carrera por ser el primero en perder las elecciones. Aunque en las últimas semanas está dando pasos de gigante para lograr su objetivo. No acudir a la manifestación de las víctimas del terrorismo fue un buen golpe para mosquear a los propios votantes, pero lograr las bendiciones públicas de Iñaki Gabilondo fue todavía mejor. La guinda la han puesto con su última estrategia parlamentaria, dejando volar al faisán de Rubalcaba para centrarse en otro pájaro, andaluz, para más señas. Tienen a sus votantes rebosando felicidad y gratitud.

Al final, en su competición por ver quién es más inmoral, más mentiroso, y más traidor, los dos partidos mayoritarios están consiguiendo un milagro que parecía imposible. Con su esfuerzo y sus inteligentes estrategias para obtener los peores resultados electorales de la historia, están logrando poner de acuerdo a todos los españoles en algo: que la clase política ha dejado de ser la solución, para formar parte del problema.

 
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