La prueba de la moneda incandescente

Anoche fui consciente de la presencia de la crisis, cuando hacía cola en un supermercado. Mala costumbre la de no coger carrito ni cesta. Estaba así, haciendo equilibrios para que no se me cayeran ni las cervezas, ni el pan de molde, ni –sobre todo- el tarro de mayonesa, cuando se me escurrió de las manos una moneda de diez céntimos y salió rodando por el suelo del comercio. Varios clientes abandonaron su puesto en la cola y comenzaron a correr detrás de ella. Cada vez que los diez céntimos cruzaban alguno de los largos pasillos del supermercado, más personas abandonaban sus compras y se sumaban a la persecución. Decenas de hombres y mujeres desfilando detrás del vil metal. Con algo más de colorido, aquello parecería un anuncio de Orange o de Vodafone. Finalmente la moneda rebotó contra el mostrador de la zona de congelados y al instante varios pies se abalanzaron sobre ella. Yo hice todo el trayecto tranquilamente, sorprendido por la reacción de los presentes. Cuando me agaché a recoger la moneda, conté hasta dieciséis dignísimos zapatos –algunos bastante caros-, pisándose unos a otros, sobre mis diez céntimos. Crisis, sospeché.

Para confirmar mis sospechas preparé el viejo truco de la moneda incandescente. Me situé en una céntrica calle de la ciudad. Calenté a conciencia un euro con un mechero. Deposité la moneda en medio de una concurrida acera. Y me quedé cerca del lugar, inmóvil, intentando poner cara de farola. Para descansar de tan estirada e iluminada pose, de vez en cuando ponía cara de buzón, que me resulta más cómodo por ser más achatado, aunque tiene la dificultad del amarillo, que es difícil de conseguir, incluso estando muy concentrado en ello. No fue necesario disimular durante mucho tiempo. El primero en acercarse al euro incandescente fue un niño. Soltó la mano de su madre, se lanzó de cabeza a por la moneda, se quemó y la soltó de nuevo, dando un gran alarido. Su madre le dio dos bofetadas nada progresistas: una por el grito y la otra por coger cochinadas de la calle.

Segundo intento. Me acerqué y recalenté el cebo. Poco después, un señor de buen aspecto pasaba a gran velocidad por la acera del euro incandescente. Al detectar la moneda frenó en seco, sonrió, miró fugazmente a derecha e izquierda, y se hizo con el euro trampa. Sin decir ni un palabra, rojo como un tomate y con gran dignidad, se perdió entre la gente apretando fuerte la moneda hirviente dentro de su puño. Al doblar la esquina echó a correr y buscó el alivio de su mano en una fuente cercana. El ruido chispeante sonó como un filete de pollo entrando en una sartén de aceite hirviendo. El hombre se mostró algo contrariado al confirmar que el rostro de Don Juan Carlos había quedado tatuado en la palma de su mano, pero feliz por haber conseguido un eurito gratis. No hay duda: crisis, confirmé.

Confirmada la crisis económica, me vino a la cabeza la imagen de los hombres más ricos de España. No me pregunten por qué. Siempre he creído que la gran mayoría de los millonarios son gente bastante antipática o inaccesible. O ambas cosas. El único que en mi infancia me cayó simpático resultó ser un producto de ficción y desde entonces le tengo manía al gremio. Me refiero, naturalmente, al Tío Gilito. Quizá no sabemos exactamente lo que son los millonarios. Cuando uno piensa en una profesión  ajena –supongo que ser rico es un trabajo como otro cualquiera- suele llegar a conclusiones equivocadas. En días de crisis nos imaginamos a los millonarios bañándose en su oro como el Tío Gilito, y a los políticos trabajando hasta altas horas de la madrugada en su despacho. Sin embargo, suele ser exactamente al revés. Sucede con muchas profesiones. También nos imaginamos, por ejemplo, a los futbolistas entrenando duro todo el día mientras que suponemos que los músicos se pasan media vida de copas. Y sin embargo, suele ser al contrario.

Con o sin millonarios, en España muy mal andan las cosas para que un céntimo provoque un maratón. O para que dos elegantes caballeros aprovechen un descuido para mojar sus bollos suizos en mi taza de chocolate y ahorrarse medio desayuno –esto mejor lo cuento otro día-. O para que otro señor se deje escaldar la mano por hacerse con un euro. Las crisis llegan al ciudadano así, sin avisar. A quienes prudentemente lo advierten, los de siempre los desautorizan tachándolos de partidistas. Así que las dificultades económicas se meten en la vida de la gente corriente poco a poco, y no es fácil predecir hasta dónde llegarán. Tal vez mañana todos corramos detrás de diez céntimos o mojemos el bollo suizo en el chocolate del vecino. Da miedo sólo pensarlo.

Pero lo que más miedo provoca, de esta crisis económica, es que quienes tienen que corregirla no se ven afectados por sus consecuencias. Por eso la niegan o miran a otro lugar. Zapatero, Solbes y Sebastián, por ejemplo, nunca correrán por diez céntimos, o nunca mojarán en chocolate ajeno. Al menos, no por necesidad. Que nunca se sabe.

 
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