La ropa indecorosa de José Bono

José Bono ha dado órdenes a los ujieres del Congreso para que no dejen entrar a quien lleve ropa indecorosa. No ha tardado en desatarse la intensidad demagógica, en la inocencia fingida de no saber de qué estamos hablando o apuntando a la inconcreción vaporosa del término decoro. Lo más cierto es que a nadie se le ha pedido prestancia, elegancia, formalidad o sentido del estilo sino un valor tan entendido como es el decoro, ni más ni menos que vestir según parámetros de convención y discreción. Estos parámetros no son atentatorios contra la comodidad, la economía o contra quien pretenda marcar su presencia personal a través de sus pantalones o encuentre gusto en la vanidad sartorial. Hacerse el ignorante con qué sea el decoro implica no saber captar exigencias civilizacionales mínimas en el trato humano, lo que a su vez  muestra un cierto y lamentable arrasamiento espiritual, una pérdida de percepción: ¿por qué no comemos con las manos? Naturalmente, porque no –los hábitos de civilización lo han vuelto contraintuitivo e inadecuado, no sin base de experiencia –engullir algo a mordiscos no es un grato espectáculo a la vista. En realidad, al preguntarse por qué sea decoroso, se suspende la misma noción de decoro, de manera que todo da lo mismo, y hay ahí una hipocresía porque todos sabemos que no todo es lo mismo. Por supuesto, el escándalo es un fingimiento pues ninguno de los agraviados por la reivindicación de la decencia mínima de no ir en bermudas y chanclas a las Cortes Generales soportaría el mal olor ajeno, y me imagino que hay grandes argumentos de egoísmo y autonomía personal para no ducharse. En otro orden de cosas, el Congreso tiene competencia para autonormarse en muchos ámbitos, y también en el de si acepta o no acepta a gente en traje de baño. Es algo que también pasa en los bares y se lleva sin problema.

Hacer una escolástica del decoro es penoso precisamente porque todos sabemos lo que queremos decir: las bermudas y las chanclas y el ombligo al aire o el sobafresh en el Congreso de los Diputados o en la catedral de Burgos muestran una actitud previa por la cual todo nos parece igual sin discriminación de lugar o respeto o circunstancia, otorgamos a todo el mismo valor y, fundamentalmente, tenemos una consideración tan divina de nosotros mismos que podemos permitirnos cualquier cosa. Es decir: no nos debemos a nadie, nada hay suficientemente respetable para cada uno como pequeño dios, manifestación muy clara de la creciente tendencia a no ponernos límites a nosotros mismos –esos límites que configuraban una educación, unos modales, que hacían viable la vida en sociedad por el respeto al otro que mostraba la cortesía. Esos límites convencionales y autoimpuestos eran también la única manera de no ser tiranizados por nuestros propios deseos. Al tiempo, un aviso o restricción mínima suele ser medida saludable –una contención contra lo irreversible de la degradación, contra la que hay que ser activo y vigilante, salvo que uno opte por pensar que vive en el mejor de los mundos posibles. 

La orden dada por Bono se dirige de modo fundamental –y de modo lamentable- a los periodistas. Por lo que uno ha podido ver –y, por tanto, no suponer- el tono medio de los periodistas en el Congreso es de lo más adecuado, y he encontrado motivos para sospechar que es precisamente por la conciencia del trabajo que están desempeñando y de dónde lo están desempeñando. Para entrar, sin embargo, en el gremio de los camarógrafos, parece que hubiera que apuntarse previamente al cataclismo, al ‘cuanto peor, mejor’, pues de alguna manera dan la impresión de considerarse a sí mismos una casta especial, exenta de las obligaciones generales, burguesas y aburridas por las cuales –entre otras muchas razones- parece tan inadecuado pisar sobre las alfombras con las botas sucias de trekking mientras se decide algo importante como ir en frac a un partido de futbito. Aquí sería posible la sátira pero –como observa Anthony Daniels-, lo peor de la sátira de hoy es que tiende a convertirse en profecía. Por lo demás, una sensibilidad hacia la ropa es algo universal y positivo, lejos de la obsesión por ella o la falta total de receptividad y gusto. Es curioso que, cuando ujieres y políticos tienen que mantener unas formas vestimentarias más bien codificadas (lo cual los hace gratamente previsibles), a nadie se le ocurra que una forma de respeto sea ponerse a tono con ellos. Claro que, si uno se lo puede permitir todo –por ser artista, o joven rebelde, o tener algo personal contra la ordenación de la sociedad y el universo-, el sentimiento de la solidaridad debida y la consideración de la mera existencia de los otros tiende a chocar contra una costumbre de insensibilidad acorazada. Por supuesto, si un periodista viste de modo degradado en su trabajo, eso sólo habla de la baja estima que le merece su oficio –y él mismo, por extensión, en tanto que lo hace, y esta baja autoestima profesional explica muchos males del periodismo de hoy. Lo más extendido es considerar que, al defender la existencia de algo parecido a lo correcto o lo decoroso, se cae en el elitismo de pensar que hay algo bueno y malo, buen y mal gusto, cosas mejores y peores. Estamos entre la universalización del dandysmo y el vestirse de modo que en ningún caso se muestre que uno tiene en mucho su propia dignidad o para demostrar que es igual que el peor de los demás. La tendencia, una vez más, es que lo malo pone fuera de circulación lo bueno y se rebaja el nivel general. Tampoco el hecho de que uno esté orgullosísimo de su cuerpo implica que tenga que mostrarlo, de la misma manera que la inteligencia tiene su pudor.

Habrá quien aluda al calor. En España, cierto, hace calor, aunque ahora nunca estemos a más de dos minutos de algún lugar gratamente climatizado, invento este que jamás se hubiera atrevido a soñar Salomón en su gloria y que tendemos a dar por debido o descontado. Hay que suponer que, salvo prueba médica en contrario, el calor nos afecta a todos por igual, y es curioso pensar que el ser humano haya sabido sobrevivir no sólo sin aire acondicionado a través de los siglos sino que hizo eso compatible con lo que entendemos por decoro –el mínimo de no ir medio desnudo, dicho gruesamente. Esto se ha olvidado pero la industria textil –siempre tan avanzada- había logrado telas frescas y ligeras. El diablo estaba y está en detalles como estos.

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