El placer de que nos lleven y nos traigan – ¡Viva Mercedes! – La velocidad del futuro

Ese es un momento para la conversación intrascendente, que es uno de los gozos más subestimados de la vida, mientras pasamos con arbitrariedad la canción del compact-disc, miramos las casas o el paisaje o de pronto suena en Radio Olé un nuevo hit de Isabel Pantoja: “No vale la pena, no vale la pena enamorarse” y hay que tener poca alma para no tararear. La situación es de éxtasis cuando cae la tarde alrededor y el tráfico es fluido o estamos en la mejor posición para soportarlo, con la mirada divagatoria que va por los edificios y los árboles o espía con atención el coche de al lado en el semáforo, que casi siempre tiene su misterio y su interés: otra vida, otro viaje, otro destino, y adieu, adieu, por más que sea difícil ver ahí la trascendencia. A nuestra izquierda alguien conduce y nos da la réplica tranquila en la conversación hasta que decimos: “mire, me va a dejar aquí, en el portal de la farmacia”, y nuestro amigo mira con sorpresa porque es un amigo y no un taxista. El de conducir es oficio menestral que conviene olvidar cuanto antes por más que hay temperamentos para todo y gente con el don de la inteligencia mecánica. Aquí el taxi es ideal porque es un gasto suntuario sin ser un gasto excesivo, y permite salir a la puerta del Ritz –es un ejemplo- con la vanidad y la importancia de los pavos reales y el escarnio que nos hacemos casi sin querer cuando llegan los momentos muy sublimes, por desdramatizar y por el pequeño gusto que hay en denigrarse levemente y rebozar un algo de ceniza en el orgullo. Queda claro que para la vanidad de un español es importante no tener el coche más limpio sino el más nuevo en la comunidad de vecinos, y el razonamiento es válido porque luego nos juzgan por nuestro coche y no por nuestros sentimientos. Es la lección de que la vanidad puede llegar donde la bondad no llega aunque hay lecciones que pasan mejor sin aprenderse.   Habrá maestros del gusto para decir que ya no se puede conducir un Mercedes y sin embargo uno encuentra que los Mercedes son cuestión de admirable solidez, con el punto llamativo necesario en la elegancia, más cercanos cada vez a un cierto clasicismo tecnológico, latentes de la sensualidad y la amenaza que tienen los coches con presencia y la percepción inmediata, general, de que hablamos de algo caro. Era de mucha edificación moral ver –hace unos años- los Mercedes ronroneantes, alineados frente a la joyería Suárez, cercana ya la Navidad, sin temor a una inspección de Hacienda por más que hay lujos sólo accesibles con los fajos del dinero B y bienes que sólo se compran con gruesos billetes de quinientos. La sofisticación es infinita y ahora se ven Aston Martin en doble fila mientras la conductora compra el pan y el cocker espera inquieto dentro; también hay Ferraris que oímos antes de verlos, con sonido estrepitoso de tractor, y Bentleys familiares para lo que las revistas femeninas llaman “la vida activa” y que, de algún modo, es un concepto que se perfecciona al tener una mujer decoradora y una casa de campo recién restaurada: esa gente tan feliz, que se harta de foie-gras y nunca engorda. Quizá ya mi portero medita cambiar su harapiento Renault por un Mercedes pero aún hay que hacer la alabanza de la ingeniería alemana, de la estética de promisión de esos Mercedes que cada año son mejores en tanto que la humanidad doliente cada año escribe y filosofa y pinta peor. “Mercedes Benz”: hay que leerlo lento y con fascinación, con énfasis especial –como los americanos- en el Benz. Todavía hay más gente que se vuelve para ver pasar un Mercedes que para ver pasar a las patinadoras.   Ahora mismo son años gloriosos para la casa Mercedes, con modelos para cada “estilo de vida” salvo –tal vez- para hacer camping y excursiones con la tortilla de patatas. Son muy de notar esos descapotables tan prometedores que nos llevan a pensar que tener un descapotable debe ser una felicidad absolutamente prioritaria: entre otras cosas, un descapotable ostentoso asegura una ostentosa compañía. Con un Mercedes, por ejemplo, no estamos para ayudar en la mudanza de un amigo sino para lanzar las llaves al aparcacoches, como aquel gran señor que el otro día llegaba al bar de Cuenllas con la determinación de tomarse una cerveza helada después de jugar al golf: vean ahí a un modelo de conducta para el umbral de los cincuenta años, por más que no todos cedan el paso con admiración a los Mercedes, signo de bendición por el éxito y bienestar material tranquilo. Amigos teóricos comentan que uno no debe conducir un Mercedes antes de los cuarenta.   Más atrás está el pasmo ante esos Mercedes vetustos, de color crema inglesa o amarillo Colman’s e incluso -¡qué maravilla!- los de color verde espinaca que ahora sólo se ven conducidos por tribus de nómadas o en los poblados de la droga, cuando vamos a hacer alguna visita de caridad. Ahí también abunda el Mercedes blanco, discreto como pudiera serlo un elefante. Últimamente me llevan y me traen en un Mercedes de excepcional modernidad, enorme, comodísimo, gratamente climatizado, insonoro, donde podría grabarse una ópera. Sólo falta, tal vez, la champanera. En el asiento puede uno leer, escribir, tener ensoñaciones, relajarse apretando las teclas que dicen “masaje” o “duérmete”. Todo es genuino: los cueros algún día integraron una vaca y los apliques de madera ojalá que algún día fueran árboles de una selva ecuatorial. Con tantos caballos-vapor al alcance del pie derecho, el conductor parece un guerrero mitológico si bien se cambia de marcha con un ligero y preciso automatismo y todo es sutil y adormecedor y en poco más de diez minutos –a la velocidad del futuro- llegamos a Barcelona o a Lisboa. En el viaje, Pergolesi suena por los altavoces de marca con nitidez digital, el sol se matiza a través de la ventana y el sofá nos asume dulcemente.  Vivan pues los Mercedes y los taxi-Mercedes ahora que es tiempo de vender para siempre ese coche utilitario nuestro que explica tantas cosas.

 
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