La decisión autónoma de “morir dignamente”

En el Reino Unido puede debatirse en los próximos meses la legalización de la eutanasia, cuya práctica se está difundiendo

“Ante el sufrimiento ajeno lo más recomendable es acercarse a la persona, tomar su mano, entenderla, intentar acompañarla en su dolor”.
“Ante el sufrimiento ajeno lo más recomendable es acercarse a la persona, tomar su mano, entenderla, intentar acompañarla en su dolor”.

Lleva años gran parte de la izquierda promocionando la eutanasia, como si su legalización fuera una de las últimas batallas que quedasen para lograr el progreso. En el Festival de San Sebastián, por ejemplo, Almodóvar tomó el micrófono para reafirmar el derecho de cada individuo a decidir el momento de su muerte. Su última película aborda la cuestión.

La cosa ha cambiado bastante desde que uno de los vástagos del cineasta manchego hiciera lo propio en Mar adentro. Pero ni Bardem, ni Amenábar, ni Almodóvar repasan en sus proclamas lo que sucede en aquellas sociedades que deciden inclinarse por la resbaladiza pendiente de la muerte asistida.

El discurso, además, ha cambiado sustancialmente. Aunque en los filmes se suele presentar a quien padece sufrimientos insospechados o está ya postrado, en realidad ya no se percibe la eutanasia como la respuesta piadosa frente a quien siente un dolor insoportable. Se ofrece, más bien, como el resultado de una decisión autónoma, con independencia de las dolencias que nos afligen.

Al individuo moderno, que busca empoderarse, le sientan mal y le hieren dos cosas: primero, que nadie le haya consultado a la hora de venir al mundo y, segundo, que no sea él quien determine el momento de cerrar la puerta para acabar con todo.

No es una exageración pensar que hay un hilo, nada sutil, que une la muerte de Dios proclamada por Nietzsche con la muerte del hombre decretada, un siglo después, por todos los posestructuralistas. Así, uno de los filósofos más inteligentes de la historia, Alexandre Kojève, en cuyas faldas se educó la pléyade posmoderna gala, daba la razón a la intuición de Dostoyevski y coincidía en que el ejercicio del ateísmo radical conduce a un acto supremo: el suicidio.

“Al individuo moderno, que busca empoderarse, le sientan mal y le hieren dos cosas: primero, que nadie le haya consultado a la hora de venir al mundo y, segundo, que no sea él quien determine el momento de cerrar la puerta para acabar con todo”

No estamos queriendo decir que haya que creer para oponerse a la eutanasia, pero sí que hay que rebajar nuestra soberbia natural para aceptar que casi todo lo que nos depara la realidad es gratuito, puro don. Oponerse a la vida es, pues, negarse a recibirlo.

Y sí, es comprensible que uno quiera despedirse de todo y le repugnen los regalos cuando estos parecen envenenados. Por eso, ante el sufrimiento ajeno lo más recomendable es acercarse a la persona, tomar su mano, entenderla, intentar acompañarla en su dolor. Lo que es demoníaco, quizá, es que empujemos al que busca saltar al vacío inopinadamente, pues supondría mirar a otro lado en el momento en que el prójimo más nos necesita.

El problema de la eutanasia es que supone una transformación radical de nuestra actitud ante la vida y, claro está, también ante la muerte. No se trata de una cuestión religiosa, sino de saber que, por más que nos empeñemos, no somos autónomos; que los demás importan.

 

El debate sobre el final de la vida está adquiriendo importancia en el Reino Unido, donde parece que el nuevo gobierno laborista ha tomado la iniciativa para tramitar su legalización.

Hace unos meses, se publicaba un estudio en el que la comisión del parlamento británico encargada de reflexionar sobre la muerte asistida señalaba que era mejor dejar las cosas como estaban.

Por eso extraña ahora que un comité cívico, formado por 28 ciudadanos, se haya encargado de escuchar a médicos y especialistas y haya determinado por mayoría que sería mejor modificar la ley para facilitar la decisión de las personas sobre el final de su vida. Según Spiked, puede que Starmer lleve la cuestión a una sesión parlamentaria antes de fin de año. De hecho, ha ofrecido recursos para que los laboristas redacten una iniciativa lo más rápidamente posible.

“No estamos queriendo decir que haya que creer para oponerse a la eutanasia, pero sí que hay que rebajar nuestra soberbia natural para aceptar que casi todo lo que nos depara la realidad es gratuito, puro don. Oponerse a la vida es, pues, negarse a recibirlo”

Más allá de si existe en la sociedad una inquietud por esta práctica, el nuevo gobierno tiene asuntos mucho más urgentes de los que preocuparse. Lo importante no es solo la ley, sino sus efectos. Es evidente que la gente puede entender que un enfermo busque dejar de sufrir, pero también que hay casos y casos y que, como se evidencia en otros países, pueden flexibilizarse de un modo peligroso los requisitos para solicitar la eutanasia.

En Canadá, cuando se estableció en 2016, estaba pensada para enfermos terminales, pero ahora representa el 4% de las muertes producidas en el país y la demandan pacientes crónicos o con dolencias que no son mortales. Desde que se solicita hasta que se practica transcurren solo dos semanas.

Es una lástima que la cultura popular esté tan mediatizada ideológicamente y libros, películas y series nos muestren una imagen poco fidedigna y verosímil. Por otra parte, haríamos bien en reflexionar acerca de lo que somos, de cuánto necesitamos que los demás nos comprendan y de que desear el bien del prójimo no implica violentar su autonomía. Somos seres relacionales y requerimos de los otros para encontrar el sentido de la vida. Y de la muerte.

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