El Tercio de Extranjeros: socorro a Melilla

La historia de la Legión está llena de personajes y gestas que han permitido que esta unidad haya alcanzado gloria y reconocimiento, dentro y fuera de nuestras fronteras, en sus casi 104 años de intensa existencia.

Por estas fechas, concretamente hoy, no hemos de olvidar el aniversario del socorro a Melilla del 24 de julio de 1921 cuando, desde hace algo más de tres años, la estatua del comandante Franco, uno de los ejecutores y protagonistas de aquella acción, presenciaba como el odio y resentimiento dejaban un reguero de otro tipo de pólvora, el de la infamia, en el mismo puerto que había acogido a los salvadores de muchos de los habitantes de aquella ciudad del primer cuarto del siglo XX; ancestros, seguramente, de esa descendencia actual entre los que, por lo visto, no hay amigos del dicho "de bien nacido es ser agradecido" cuando la ceguera de la necedad o la ideología política dan un paso al frente.

Para ellos, es un hobby, una fobia, un número circense más con el que alimentar su escasa gracia o el pesebre del que se nutren esas nuevas hordas, normalmente agrupadas en colectivos o asociaciones ávidas de chupar del bote y mamar de esa ubre patria que pueda saciar no sólo su distraída economía, sino también la sed de su venganza.

Ni que decir tiene que los gestores de menear el avispero son los primeros interesados en crear ese clima de discordia y fracción social para tapar las verdaderas miserias que asolan al pueblo y, en este caso, a una bellísima ciudad como Melilla, puerta sur de Europa, que, por desgracia, no es ajena a los numerosos y vergonzosos problemas que hemos de soportar a nivel nacional o, concretamente, en los 12 km² de su extensión. La dignidad, desde hace algún tiempo, anda errante por la geografía hispana.

Y, así, somos habituales testigos de atípicos comportamientos, ridículos testimonios o radicales intervenciones en las que no falta el insulto fácil y gratuito a la Legión, al general Millán-Astray, a los históricos jefes de sus Banderas o a España, de la que se acuerdan –sorna incluida– a la hora de recibir la nómina mensual o mostrar su DNI o credenciales nacionales en caso de que vengan mal dadas y haya que resolver algún entuerto. Entonces, más papistas que el Papa, aunque sus alegatos apesten a cinismo e hipocresía.

Pero, malabares y rabietas de estos "odiadores" profesionales aparte, fijémonos en esas actuaciones que forjaron la impronta legionaria, hechos que, como otros durante este mes de julio, nos nutrieron de auténticos héroes, de los de carne y hueso, con un inolvidable legado para la posteridad y gloriosa Historia de España. Y por mucho que no sea del agrado de esa "otra" legión, la de los detractores, les guste o no, todo forma parte de la auténtica y verdadera Memoria Histórica; además, de la buena, de la inmutable, de esa que perdura sin trampa ni cartón, sin las tropelías de la adaptación customizada del presente.

Hace escasas fechas, recordábamos la muerte en combate del teniente coronel Valenzuela, la Batalla de las Navas de Tolosa o la laureada gesta del Regimiento Alcántara. Hoy le toca a la acción del socorro legionario de 1921 cuando la españolísima Melilla, atemorizada tras las murallas y acechada desde el Gurugú por las huestes de Abd-el-Krim y sus harkas sedientas de sangre, buscaba la esperanza en el mar, implorando en el puerto la llegada de las tropas españolas que acudían a su desesperado y desgarrado grito de auxilio.

El Tercio de Extranjeros, cumpliendo con los espíritus de su Credo Legionario, ya se había puesto en marcha un par de jornadas antes debido a la urgencia de los acontecimientos. El "¡A mí la Legión!" de la población melillense nunca había alcanzado tanta resonancia al oírse en las inmediaciones de Tazarut, en la parte más occidental de la costa africana, desde donde la I Bandera del comandante Franco emprendió una larga marcha de unos 100 kilómetros que, con un sol de justicia –¡¡y de julio!!– más el peso del equipo como enemigos, realizaría a pie hasta llegar a Tetuán para, ya en tren, trasladarse a Ceuta y reunirse con la expectante II Bandera del posteriormente malogrado comandante Fontanes. Allí y durante el largo camino a pie, los legionarios charlaban, cantaban, sufrían y soñaban con la empresa encomendada, esa que tanta gloria había dado a la Infantería española desde los primigenios Tercios de Flandes.

Aquella aventura, como podemos suponer, dista mucho de las que en la actualidad se gastan esos "observadores" de cuchillo y tenedor, merodeadores de nuestras ciudades autónomas, "héroes" de las dietas y los 5 estrellas, que pululan por Ceuta o la propia Melilla para cargar sus baterías de odio con cuestiones migratorias o de seguridad que después vomitan desde sus cómodas poltronas en el Congreso o el Senado. Decadencia en vena.

 

Reunidos en Ceuta, a la espera de novedades y con el general Sanjurjo a la cabeza, Millán-Astray arengó a sus "legías", a los que les advirtió de las duros momentos y combates que les aguardaban una vez que desembarcasen del vapor "Ciudad de Cádiz" en el puerto melillense.

No hubo lugar para la vacilación o el paso atrás. No formaba parte de ninguno de los espíritus grabados a sangre y fuego en el corazón de los legionarios. El compromiso de los voluntarios de aquellas Banderas no admitía dudas y, así, había quedado refrendado durante los primeros meses de adhesión al Tercio en las diversas escaramuzas en enclaves de los territorios españoles en África.

Todos sus legionarios se mantuvieron con mirada impertérrita, sin pestañear, recordando a los dos compañeros que habían perdido la vida en la extenuante marcha a pie hasta Tetuán, pero con la firme convicción de llegar a tiempo para salvar a sus compatriotas del amenazante cuchillo rifeño. La tensión previa al ataque comenzaba a crear la adrenalina suficiente en los corazones de aquellos guerreros deseosos de entrar en acción y salvar el honor de la Patria junto con el resto de regimientos que también aguardaban el refuerzo legionario.

Los telegramas que habían llegado, de hecho, no traían muy buenas noticias ni auguraban una amable bienvenida de un enemigo que, envalentonado por la toma y saqueo de Monte Arruit y confiado de su victoria, aguardaba al amparo de una orografía y circunstancias que resultaran propicias a sus intereses de asalto y ocupación a cuchillo de Melilla.

La travesía en barco, por otro lado, sirvió para descansar después de las casi 30 horas de caminata con víveres, armas y munición y, además, para reponerse del inmenso cansancio acumulado tras verse privados de comida y horas de sueño. Ese descanso también contribuyó a reconfortar las almas, los ánimos y el espíritu legionario entre oraciones, chistes, bromas y chascarrillos de una tropa paralizada por las agujetas y dolorida por las ampollas y rozaduras en los pies tras la interminable caminata.

Ese mediodía del 24 de julio, Melilla iba a tornar su miedo en algarabía. Fue como un juego de magia con la varita de los jefes legionarios. La amenazante tragedia que se mascaba en la ciudad halló su opuesto en los vítores al motivador discurso de Millán-Astray, el fundador del Tercio de Extranjeros, rodeado de oficiales con camisas sucias y rasgadas y legionarios impregnados en el sudor del excelso esfuerzo realizado para, tras exhibirse desfilando ante la población, ocupar posiciones de vanguardia en los blocaos defensivos de una ciudad asediada y con las horas contadas tras las retiradas de los días previos. No había tiempo que perder ante la magnitud de los inevitables acontecimientos que, de manera trágica, se cernían sobre la ciudad.

"Los legionarios eran negros, con mucho pelo, con barba y olían a guerra", decían los lugareños y así lo haría constar Franco en Diario de una Bandera años después. Se había obrado el milagro y Melilla siempre quedaría en deuda con sus salvadores a pesar de los que, un siglo después, creen ganar batallas con la mentira y la indignidad como principales aliados mientras, paradójicamente, recuerdan a todos aquellos que, con su sangre, dejaron la impronta de una nueva opción de vida para la antigua Rusadir.

Por unos momentos, ese "aroma" tan peculiar fue capaz de filtrarse entre sus temores, esos que abordaban a unos melillenses arrinconados, agazapados, y fue entonces cuando, de manera providencial, dejaron de percibir el olor a muerte, el de la sangre del filo del cuchillo, para empezar a concebir esperanzas de supervivencia.

Fue entonces cuando los legionarios coralmente recitaron los espíritus de su Credo Legionario y, de manera celestial, elevaron sus voces con las estrofas de la Madelón.

"Vamos al frente vivos y ligeros,

en la vanguardia que es puesto de honor, 

a demostrar que somos los primeros,

a demostrar el Tercio su valor.

 

Los legionarios son leales,

siempre dispuestos a morir,

ni la fatiga ni cien males

pueden hacernos desistir..."

Y fue entonces cuando se esfumó la continua pesadilla de su derrota, la idea de la sumisión, la proximidad de una muerte segura. Fue entonces cuando Melilla respiró, renació y recobró una vida amenazada por sus invasores.

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