Divorcio en Palacio

Los Palacios Reales están que no ganan para sustos. Primero se encuentran plantaciones de droga en los jardines, y ahora se divorcia un Príncipe. Copenhague parece querer seguir el lamentable precedente de Londres, y Joaquín de Dinamarca ha anunciado que se separa de su esposa Alexandra.

Tras nueve años de matrimonio, y con dos hijos, la novedad llega acompañada del rumor de que ha sido ella la que, cansada –dicen- de la rigidez de la Corte, ha decidido romper un matrimonio que tanto aprecio y popularidad había alcanzado entre los ciudadanos del país.

Algún comentarista ha enfocado tan penosa noticia diciendo que al matrimonio les ha ocurrido lo que a otras muchas parejas. El problema, desde el punto de vista monárquico, es que un Príncipe y su esposa no forman “una pareja más”. No son otro matrimonio más del país. Al contrario.

No es necesario repetir que las monarquías se basan en la existencia de una familia. Una familia especial y específica de la que son llamados sucesivamente los monarcas. Y la estabilidad de esa institución requiere matrimonios estables y seguros. Lo contrario siembra vientos tales que no es extraño que generen tempestades.

Pero es que, además, el requisito de ejemplaridad que se exige a tan particular familia no casa bien con escándalos conyugales, peleas y divorcios. Y aquellas monarquías que lo ignoren, caminan derechamente hacia el exilio. Del que, por cierto, me temo que –en estos momentos de la historia- seguramente ya nunca  podrán retornar.

 
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