Pascual Sala

Manuel García Pelayo, primer presidente del Tribunal Constitucional (1980-1986), ha pasado a la historia judicial y política española como la persona que propició el atropello jurídico de la sentencia sobre Rumasa.

La certeza de que el TC iba a echar abajo la expropiación de Rumasa, lo que supondría un fatal descalificación del Gobierno, llevó a Alfonso Guerra, vicepresidente, a presionar violentamente a García Pelayo hasta que cedió.

Y el presidente votó dos veces: primero, para empatar el resultado; y, después, hizo valer su voto de calidad para inclinar la decisión a favor del Gobierno, con lo que avaló el atropello jurídico de la expropiación.

El Tribunal Constitucional quedó desprestigiado. Y su presidente, tocado para siempre. Amargado por aquel recuerdo, optó por el exilio, donde murió.

Aquella fue la primera herida grave, casi mortal, de una institución que se ha visto descalificada por la evidencia de una politización que divide a los magistrados, de forma automática, en “progresistas” y “conservadores”, al servicio de los partidos que los nombraron.

La penosa trayectoria del TC anota ahora un nuevo hito amargo: la legalización de Sortu, de los herederos de ETA, sin que la banda haya entregado las armas ni se haya disuelto.

Como si se tratara del cumplimiento de una concesión al mundo batasuno previo pacto secreto, los magistrados “progresistas”, es decir, de obediencia socialista, han sacado adelante la resolución, enmendando nada menos que al Tribunal Supremo.

Y la faena ha sido conducida por su presidente, Pascual Sala.

Cumplido el trabajo encomendado, Pascual Sala, hombre de partido donde los haya, se jubilará. Quizá lo haga tranquilamente, sin los remordimientos que ahogaron a García Pelayo. Pero este país no olvidará su nombre.

 

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