José María García transparenta

–¿Viene a ver los premios, señora?

–No, nosotras somos coordinadoras del público.

–¿Cómo hace la gente? ¿Se apunta para venir a la fiesta?

–Eso es. Se apuntan, les pagamos X dinero y encantados de la vida, todos tan felices…

La escena está perfectamente descrita en un suelto del diario El País publicado al final de una página del periódico, días después de la XXI gala de los Premios Goya. La noticia es –pásmense, queridos lectores- la siguiente: casi un tercio del público que se agolpaba aquella noche en el exterior del Palacio Municipal de Congresos de Madrid para saludar a las estrellas del cine español eran figurantes, personal contratado.

No es ni una deducción, ni un rumor. Un responsable de la ceremonia lo confirmó ante el periodista: “En una ceremonia de promoción del cine español –dijo- no puedes arriesgarte a dar una imagen negativa”. Y así es cómo nos venimos enterando ahora de que, año tras año, los organizadores de los Goya contratan anónimos ‘de pega’, fichados “al peso”, para ocupar las butacas vacías.

O sea, que una retransmisión televisiva que mostrará a millones de telespectadores lo mejor del cine español no puede defraudar, a pesar de que quizá la verdad sea esa: que a nadie le interesan los bodrios que producen la mayoría de nuestros directores, guionistas y actores. Eso da igual. Los Goya se rascan el bolsillo, bien pertrechado por las subvenciones del Estado (o sea, de su dinero y el mío), para crear una atmósfera de ensueño que nos permita anestesiar el dolor de la intolerable realidad.

Es curioso lo que nos está pasando. Aquí casi nada es ya lo que parece. En menos que canta un gallo le dan a uno gato por liebre. El ansia de éxito a corto plazo –¡ya! ¡hoy! ¡ahora!- provoca ficciones de diseño, artificios de cartón piedra que permiten aplacar temporalmente la continua exigencia de resultados. Antes, un personaje tardaba años en labrarse una reputación que le daba derecho a ocupar las primeras páginas de las revistas de papel cuché. Hoy basta inventar un trasgresor lío de faldas en la Pasarela Cibeles, y tenemos asegurada durante una semana la ración diaria de debate insustancial con los pormenores del engaño.

Aquí algo no marcha, digo yo. La sociedad actual ha desvirtuado casi todo pero se encuentra encantada de conocerse. Trampea para seguir situando el listón del éxito en sueños irreales y se empeña constantemente en exigirnos el máximo en menos tiempo. Eso es lo que provoca tales atajos embusteros y ese estado de perpetua desmoralización, frustración e irritabilidad tan comunes en los habitantes de las urbes modernas.

 

Quizá, como decía Rojas Marcos, de ahí derive esa estrategia defensiva de nuestros contemporáneos consistente en evitar enfrentarse con la realidad –soy un mal cineasta, un futbolista acomodado y creído, un periodista deslenguado e imprudente, un empresario sin alma- porque esa realidad siempre nos exige más. Y defenderse es recurrir al timo, emplear tácticas de aislamiento y autoprotección: se elude la comunicación cara a cara, droga y alcohol menudean allí donde hay más que olvidar (platós de televisión, despachos de caoba, vestuarios de campos de fútbol, camerinos, estudios y buhardillas), otros viven enganchados al MP3 –¿se han dado cuenta del creciente número de adultos que van ya enganchados por la calle al reproductor de música?-, al teléfono móvil, a Internet o la PSP como formas de evasión.

Sin embargo, coincidirán conmigo en que esta deriva es tremendamente peligrosa porque se pierde la noción real de las cosas. Se vive encerrado en un mundo ilusorio que parece perfectamente fetén. Y se actúa en consecuencia, entrando al trapo de esta especie de sociedad virtual donde la noticia del día la protagoniza un ex locutor radiofónico con ganas de ajustar cuentas con el pasado, una gala de los Goya más falsa que Judas, un descerebrado que mata a su ex amante atropellándola varias veces con su vehículo, o la mujer de un ex mandatario argentino que aparece en público con un vestido semitransparente.

Ni eso es España, ni por este camino lograremos mejorar el país. Y mucho menos, el celuloide de la propia vida.

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