Equivocándonos

La música es una de las cosas más maravillosas del mundo. Más bien, lo son las canciones. Detrás del esfuerzo del artista, del genio de muchos compositores, de la pasión de millones de fans, de fabulosas obras de arte interpretadas con maestría, se esconde también un mundillo que, escudado en pretextos artísticos, nos muestra a diario actitudes malévolas. No es oro, ni digno de alegría, ni socialmente aceptable todo lo que reluce detrás de cada concierto, de cada movimiento musical, de cada fan, de cada músico.

Hay artistas con la boca muy grande y la cabeza muy pequeña. Que llegan a aburrirnos. Viven de su música, de sus grandes conciertos, del dinero que en ellos se invierte, de su pasado o de la incultura musical que asola el país. Los hay que parecen vivir en enormes rascacielos, por encima del bien y el mal. Abren la boca para escupir niñerías sin sentido. Los hay con las neuronas agujereadas por una vida vacía de todo menos de lo que realmente debería estarlo.

Si lo dice un músico, no nos sorprende. Si lo dice un empresario o un político, montamos en cólera. Es hora de terminar con la impunidad moral y social que concedemos a esas estrellas que lanzan a los medios consignas completamente irracionales y, en ocasiones, denigrantes para la condición humana. No pretenden ser ejemplo de nada, pero su capacidad de influencia es inevitable.

Urge reconsiderar los periódicos de los lunes. Es necesario aportar soluciones reales al vertedero humano de las carreteras del fin de semana. Cuerpos truncados aún humeantes en las cunetas, mientras la vida rueda al ritmo de la “Nacional VI” cantada por Los Secretos. Desgraciadamente, en esta ocasión, su música no es suficiente para nuestro consuelo.

La marcha, los conciertos, “la movida” musical o festiva trae desgracias de tan grandes dimensiones que no alcanza a compensarnos las celebraciones poco problemáticas de los demás. La música no es protagonista de la tragedia. Pero es testigo en unas ocasiones, y telón de humo en muchos otros. La gran excusa. Es indigno que permitamos que se emplee un arte libre como pretexto de las miserias de una sociedad moderna.

Cuando hace algunos días un periódico local avanzaba que unos jóvenes, fallecidos en la carretera hace un par de sábados tras asistir a un concierto, conducían bajo los efectos de la explosiva combinación de alcohol y drogas me acordé de las declaraciones de algunos ídolos musicales del momento. En todos los casos que tengo en mente, se trata de excelentes artistas, geniales compositores, pero que han decidido hace tiempo subirse al tren de la estupidez del artista de éxito. Muchos hacen apología, en entrevistas en la prensa, de lo mismo que llevó a la cuneta a los jóvenes mencionados.

No es la primera vez que trato un tema similar en esta Tribuna Libre. En otras ocasiones algunos lectores me recuerdan que el único responsable de un acto libre es quien lo comete. Y que por tanto un fan no tiene por qué dejarse influir por las palabras de su ídolo. En cierto modo, es verdad.

Pero en cualquier caso, creo que no es humano tener que escuchar tantas frivolidades, sobre actitudes vitales suicidas, en boca de algunas de nuestras estrellas cuando sus entrevistas comparten edición matinal del lunes con las desgraciados sucesos antes citados. Ni son graciosas, ni son ciertas, ni son necesarias, ni nos aportan nada más que la ceguera irresponsable del algunos de nuestro ídolos. Allá con sus vidas, pero no con sus palabras. Algún precio debe tener la popularidad.

Varias de las mejores cosas de la vida se dan cita en torno a la música. Pero es injusto, al menos por una vez, no citar también las peores. Esa otra cara que preferimos siempre mantener oculta. Equivocándonos.

 
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