Otra historia

En cada esquina del pueblo asoma ya septiembre con sus tijeras, las que recortan del paisaje las playas, el tiempo libre y los amaneceres sin despertador. Mi última visita a la playa ha sido como la despedida de un amor de verano. Abrazos, lágrimas y muchas, muchas promesas. Pero no han sido correspondidas. Como siempre. El del Cantábrico nunca ha sido un mar amable. Pero antaño aún cuidaba algo las formas. Ahora ni eso. Al despedirnos no me ha dirigido ni una palabra. Tan sólo una mirada fría, elevándose sobre un paisaje inolvidable, en el mejor día de playa de todo el verano. Es su forma de regalarme un recuerdo dulce en una despedida tan amarga. Dulce pero austero. Porque representa la austeridad frente al despiporre frívolo y hortera del Mediterráneo. O eso, al menos, me contó un día que había marejada. Pero esa es otra historia.

En tan sólo unos días, la calle empedrada que baja al puerto, que mezcla con alegría cientos de colores y olores de la tierra y del mar, se habrá convertido en una simple imagen en blanco y negro, escondida en algún lugar paradisíaco de mi memoria al que me gustaría mudarme en febrero, por ejemplo. De los olores y la serenidad de esa pendiente hacia al mar no quedará ni rastro el próximo lunes. Como también caerá al olvido la pelea de cada noche con esa maraña salvaje de insectos y animales que se instalaron un verano más en mi habitación. Unos bichos que, por otra parte, Noé jamás debió subir a su barco. Pero ese ajuste de cuentas lo dejo para otro día. También es otra historia. Incluso el recuerdo de su desgraciada condición animal me resultará simpático cuando el verano baje el telón y abra el paso a la estación de la nostalgia.

Se esfumarán sin dejar huella las charlas nocturnas en la terraza de siempre, debatiendo de lo divino y lo humano, y planificando nuestra felicidad de mañana en torno a un ron Pampero, añejo, con una Coca Cola, recientísima. Se irán y al tiempo, el reloj volverá a correr como loco. La noche se apoderará tanto del día, que perderá la magia de su originalidad. Ya no será esa excepción al día que hace exótica la cálida oscuridad de agosto. Y lloverá, supongo. Veremos al sol partir con prisa, haciendo de la penumbra un todo. Al final y el cabo, en los inviernos modernos, el sol ya no se pone. Se precipita. Pero esa también es otra historia.

Comprendo que, para cualquiera, volver al trabajo el 1 de septiembre, con media España en paro, es una bendición. Pero ni siquiera ese planteamiento hará dulce la despedida de la única estación del año que nos aproxima a lo que fueron nuestros antepasados antes de que vivir con prisa se convirtiera en obligación universal. El verano nos invita a mirar al cielo, al mar, al monte. Pero a mirar de verdad. No sólo a ver. Nos invita a contemplar. A empaparnos de todas aquellas cosas que nuestra frenética forma de vida termina siempre difuminando. Y estropeando. Su adiós es el triunfo de la velocidad sobre la pausa.

Habrá que transitar otros doce meses antes de volver a disfrutar de unos días de paseo y descanso por estas mismas calles. Doce meses para volver a mirar a los ojos al Cantábrico y aprender de nuevo a degustar el tiempo frente al intenso azul oscuro de sus aguas. Es el abismo de todos los años, septiembre, que se encarga de arruinar en dos días la felicidad que alcanzamos con esfuerzo en tres largos meses de sol. Ando buscando la fórmula de evitar la operación de vuelta a casa. Pero en fin, creo que lo han adivinado: esa también es otra historia.

 
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