La llegada al mundo de los políticos

El mundo nunca ha sido un lugar pacífico, desde que los hombres decidieron comenzar a abofetearse unos a otros. Incluso antes del hombre, los animales de la tierra se encargaban de convertir el planeta en un campo de batalla. Selección natural, suena más bonito, pero finalmente es lo mismo. Tú la llevas. ¡Paf!

La organización social era, en tiempos muy remotos, sumamente sencilla. Los hombres habitaban en grandes campamentos. Dedicaban sus días a sobrevivir. Exactamente igual que ahora. En cada campamento, la última palabra la tenían siempre los mayores, y de manera especial, el más anciano. El hombre de más edad, en la recta final de su vida, desarrollaba un dedazo tan grande y torcido como el de los últimos años del Aznar de La Moncloa. Hombres y mujeres formaban familias enormes y enseñaban a trabajar a los niños desde pequeñitos. Durante la semana se dedicaban al mantenimiento de sus campamentos, y organizaban largas jornadas de caza. Durante el fin de semana tenían sus momentos de relajación, danzando enérgicamente alrededor de la hoguera y bebiendo brebajes mágicos que les coloreaban la nariz y las orejas.

Salvo en tiempos de guerra, la vida de estos hombres primitivos era feliz. Hasta que un buen día, junto a uno de estos campamentos, aparcó un Audi A8, algo ya de por sí bastante milagroso porque se inventó diez milenios después. Del coche se bajó un señor bajito, regordete, embutido en un traje carísimo. Detrás de él se bajaron tres tipos que portaban un montón de maletas. Todos los habitantes del campamento se agolparon alrededor del Audi. De pronto uno de los tipos que portaban el equipaje del regordete sacó un plástico grande de color azul que extendió ocupando buena parte del campamento. Pulsó un botón y una gigantesca tienda de campaña hinchablese desplegó en unos pocos segundos. Del susto, todos los habitantes del poblado se lanzaron colina abajo, muriendo varios de ellos por aplastamiento, por golpes con piedras o árboles, y tres de los ancianos, de infarto.

El hombre regordete se situó en el centro del campamento, se subió al trono del jefe y comenzó a hablar con voz firme, alta y apocalíptica: "Señor Jefe del campamento. Autoridades del poblado. Señores ancianos. Señora bruja mayor del poblado. Filósofos, pensadores y artistas. Poetas y cantantes. Ciudadanos y ciudadanas primitivos. Yo os prometo que desde ahora seremos un pueblo próspero. Una nueva civilización donde no existirán las desigualdades entre el primitivo y la primitiva, y donde todos tendréis un Audi A6, el mío (…)".

Al terminar el discurso instauró la democracia -la suya-, se autoproclamó jefe del campamento y comenzó a mandar. Los cocineros vivirían, desde hoy, en su tienda de campaña. El bardo, los poetas y los cantantes serían enviados al poblado enemigo como arma de guerra. Los filósofos y pensadores serían quemados en la hoguera, excepto aquellos dispuestos a respetar la libertad de mando de la nueva autoridad competente. Es decir, a prescindir de la suya. La caza, la fabricación de lanzas, hacer fuego, la fabricación e ingesta de brebajes, los partos, los bostezos y pestañeos se grabarían con impuestos destinados íntegramente a mantener el campamento, de manera especial la parcela perteneciente al señor regordete.

Y así fue como, de la noche a la mañana, llegaron los políticos profesionales para arreglar el mundo, y solucionarnos la vida. Y así fue como el mundo comenzó a gotear. Y así, hasta hoy.

 
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