El Támesis y el Tíber

Cuando el viajero francés Tony Mayer escribe “La Vie Anglaise” en los años cincuenta, retrata a Inglaterra como un país al que el visitante puede acostumbrarse pero en el que nunca terminará por integrarse: al fin y al cabo, hablamos de una nación –afirma Mayer- donde no se conoce el sistema métrico decimal, los jueces llevan peluca y los teatros, mal que le pese a Shakespeare, cierran los domingos por la tarde. Al tratar de la religiosidad británica, Mayer empieza por constatar que en Inglaterra existen 73000 cabarets frente a 53000 lugares de culto, lo cual parece perpetuar el viejo mito del caballero inglés como alguien temperamentalmente ajeno al fervor religioso, y más inclinado a visitar su parroquia anglicana por el benéfico efecto que, en materia de costumbres, tiene el  tomar una copita de jerez “junto a ancianas demoiselles y coroneles jubilados”. Mayer escribe en un momento en que en las islas hay tres millones de catolicos, entre los cuales se cuentan “un buen número de hombres eminentes y de miembros de familias ilustres”. El viajero francés nos informa de que “un proselitismo hábil” no deja de acrecentar la cantidad y la influencia de aquellos que piensan –como ha citado recientemente monseñor Ladaria- que “su patria es hija de Roma”.

Medio siglo después, el número de católicos en Gran Bretaña dobla, en cifras gruesas, la estadística de Mayer. En los estratos de ese catolicismo uno encuentra dinastías seculares de recusantes, conversos de brillantez, antiguos emigrantes de Irlanda y nuevos emigrantes de –por ejemplo- Polonia, y personalidades de relevancia pública, que con el tiempo han incluido cargos antaño inverosímiles para un católico, de la cancillería de Oxford a la dirección de la BBC. Es la imagen de un Evelyn Waugh que –pese a las acusaciones de esnobismo- va a escuchar Misa católica a alguna iglesia pudorosamente retirada de la vista del público, en compañía de criadas filipinas. Y es, también, la imagen de un padre Gilbey que celebra en la muy rezada capilla de su club londinense –The Traveller’s- para el personal, predominantemente italiano y español, de las cocinas y el servicio.

Al cabo, existe una rara imbricación entre Inglaterra y el catolicismo: si el católico Guy Fawkes se convirtió en objeto de odios míticos tras intentar volar el Parlamento –“ha sido el único hombre que entró en Westminster con intenciones honestas”, bromeó alguien-, una de las plumas más respetadas de la lengua inglesa, Samuel Johnson, no dejó de afirmar que el católico Tomás Moro, gentleman y mártir, ha sido el hombre de mayor virtud personal que conoció Gran Bretaña. Entre los conversos de las islas, sería fundamental ese propósito de subrayar la vinculación íntima, histórica, entre lo católico y lo británico: es el peso de los mil años de catolicismo anteriores al cisma y, durante tres largos siglos de invisibilidad pública, es el recuerdo de mártires como Edmundo Campion. “Condenándonos”, dijo este, camino del cadalso, “estáis condenando a todos vuestros ancestros –a todos los viejos sacerdotes, obispos y reyes-, a todo lo que alguna vez fue la gloria de Inglaterra, la isla de los santos y la más devota criatura de la sede de Pedro”. Recientemente, citando al por entonces cardenal Joseph Ratzinger, George Weigel ha insistido que, sin Iglesia católica, en las islas no hubiera habido –no es mal ejemplo-Magna Carta.

Pasado el tiempo, casi trescientas generaciones después de San Pedro, que un Papa haga el viaje del Tíber al Támesis sigue teniendo un temblor histórico de primera magnitud, como un largo abrazo de la Historia. De Newman a Chesterton, de Greene a la familia Waugh, de J. R. R. Tolkien a la visibilidad mediática de Malcolm Muggeridge –curiosamente, aún sin traducir en España- o R. H. Benson, católicos de calidad inigualable lograron con su responsabilidad abatanar la imagen tan deteriorada de la vieja religión de Inglaterra. Ahí no cabe sino subrayar la centralidad de la figura de John Henry Newman, que junto a Tomás Moro sería el mejor paradigma de unidad entre lo vernáculo británico y la universalidad católica, el mejor subrayado de dos aportaciones nucleares del catolicismo en Inglaterra según las ha sabido ver Daniel Capó: en primer lugar, la noción de pertenencia a un polo de civilización común; en segundo lugar, la resistencia a la arbitrariedad y la defensa de la libertad –pocas cosas más británicas que esa- en nombre de la conciencia, aquello por lo que Moro dio su vida, en definitiva, y en lo que Newman gastó la suya por entero, mudando para siempre la faz de Inglaterra –católica o anglicana- con la potencia del patriciado espiritual del Movimiento de Oxford. Son rasgos en los que el Papa Benedicto XVI ha insistido en estos años, y que ha vuelto a mencionar en su viaje a “la isla de los santos”. La integridad, la responsabilidad y la honda llamada intelectual de ese catolicismo a la inglesa vuelven a ponerse de manifiesto si comparamos la inteligencia de caudal agustiniano de Benedicto XVI frente a una inteligencia atea que –de Dawkins a Christopher Hitchens- no se está dejando intelectualmente en buen lugar. Después, por supuesto, está el catolicismo inglés –como dice Llop- a modo de uno de los rostros de la elegancia europea. Uno piensa en aquel padre Gilbey que, al pasar en tren frente a la cárcel de Reading, nunca dejaba de ofrecer una oración por el alma de Oscar Wilde. Otro converso, por cierto, aunque fuera in extremis.

 
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