Un problema universal: la batalla por la atención, no sólo de los estudiantes

Una persona usa el teléfono móvil, a 1 de febrero de 2024, en Barcelona.
Una persona usa el teléfono móvil, a 1 de febrero de 2024, en Barcelona.

Las siglas OCDE se asocian desde antiguo a tecnocracia, no sé si con justicia. En cualquier caso, sus informes no suelen ser tecnófobos, sino más bien lo contrario, dentro de una apuesta general por la sociedad del conocimiento como horizonte de futuro. Pero el progreso no es ya perenne e irreversible, como en los viejos tiempos. De ahí que los informes PISA analicen avances y retrocesos derivados de los sistemas educativos, para corregir el rumbo.

Va a tener razón una vez más Leonardo Polo: la técnica induce a jugar, no a pensar. Lo explicaba con palabras inteligibles para todos, que incluí en mis diálogos con este gran filósofo, ahora publicados con el título La dignidad humana ante el futuro, en la colección de sus obras completas. Porque esa sociedad del conocimiento no se refiere a la magnitud de los datos –con una disponibilidad cada vez más amplia y precisa-, sino a la auténtica comprensión de las informaciones y de sus posibles consecuencias.

No he tenido tiempo aún de leer el reciente informe de la OCDE, que aporta su propia perspectiva al actual debate sobre la influencia de las pantallas –de los dispositivos audiovisuales al alcance de todos- en las personas en edad escolar, a partir de cuestionarios dirigidos a jóvenes de quince años. Conozco sólo la crónica publicada en Le Monde, que resume la conclusión del responsable de estas materias, Andreas Schleicher. Lógica, su afirmación sobre los efectos positivos de lo digital, pero también de sus riesgos, que las autoridades deberían controlar y encauzar. Honrada, su confesión de estar sorprendido por la amplitud de los efectos negativos, en concreto, respecto de los resultados académicos. Interesante, su convocatoria a una “guerra contra la distracción”.

No es para menos, cuando el 65% de los quinceañeros confiesan haberse distraído con la utilización de disposiciones digitales en clase (el 59%, con el teléfono de otro compañero). La proporción llega al 80% en países como Argentina o Uruguay, mientras desciende en Japón o Corea, respectivamente, al 32 y 18%.

Pero el problema no es sólo evitar distracciones, sino analizar a fondo la influencia real de la tecnología en el aprendizaje escolar. No todo se resuelve con la mera prohibición de móviles en las aulas, una praxis que se va extendiendo. Pero no basta, a juicio de la OCDE: el estudio plantea la necesidad de otras estrategias, que no concretaría con precisión. La cuestión sigue abierta, como en el conjunto de la vida social.

Son muy antiguos los consejos para alejar lo que distrae la atención. Yo mismo los revisé en mis lejanos años de profesor universitario para ayudar a estudiar a los alumnos. La clave es cómo atraerla y fijarla. No afecta sólo al sistema educativo. Se trata hoy de una necesidad para todos, en un mundo saturado de velocidad y urgencias –en la calle, en el trabajo, en la familia, en el descanso-, con una continua presencia de estímulos que pretenden justamente hacerse con la mente y los sentimientos de los ciudadanos, para influir al máximo en decisiones que no adoptarían si supiesen que se estaba empobreciendo su libertad.

Se comprende el éxito de los libros de autoayuda, que contribuyen a centrar el foco. Recuerdan, dentro de su pragmatismo, el conócete a ti mismo del santuario de Delfos reinterpretado por Sócrates, o el attende tibi de Pablo a Timoteo, hasta el sapere aude, divisa kantiana de la Ilustración.

Y me atrevo a sintetizar que los autores ayudan a discernir entre aliados y enemigos en tres campos indispensables, aunque no siempre vayan de la mano ni sea fácil acertar en las dosis: seriedad intelectual, control de las emociones, atractivo de la belleza, eficacia práctica.

 
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