Agustín González

El domingo pasado murió uno de los actores más inolvidables y prolíficos de nuestro plantel. Transcurridos varios días desde el fallecimiento, estas líneas vienen dictadas menos por la urgencia inmediata del obituario que por la voluntad del homenaje, siempre de naturaleza atemporal. Agustín González era uno de esos actores de reparto que a tres o cuatro generaciones de españoles nos han parecido, desde el comienzo de sus respectivas carreras y con toda naturalidad, algo así como los vecinos de enfrente: de la pantalla o el escenario de enfrente. Quizá el mérito más remarcable de todos ellos haya consistido en interpretar personajes diversos sin ser nunca o, dicho a la unamuniana, de serse algo distinto de sí mismos. Fueron y son versátiles con arraigo en la propia personalidad. Actores «secundarios», sus rostros individuaban al pueblo, a la gente, al personal, al quídam que unas veces era pescadero, otras opositor, otras taxista o menestralillo. A Agustín González lo que mejor le cuadraba era ser cura, adulador o guardia urbano. Los ademanes ampulosos, el ceño siempre fruncido, el bigote de autoridad, la cabeza en balanceo constante para subrayar sus palabras, esa voz inconfundible, tonante y cascarrabias, más una calva de redondez perfecta que parecía trazada con el compás, Agustín González representaba algo así como el arquetipo del ibérico rezongón y cabreado. Y el arquetipo tiende a ser anónimo. Agustín González tenía nombre, se llamaba Agustín González, en efecto, lo cual, como llamarse Juan Español, es una forma de aproximarse a la anonimia y por tanto al arquetipo. Se cierra el círculo. Entre los comentarios que leí en Internet con motivo de su muerte, me llamó la atención el de una mujer que confesaba ignorar por completo su nombre hasta el momento, pero a la vez decía que figuraba entre sus actores preferidos. No se trata de una paradoja. Al revés, la anonimia –recordemos a «Demófilo», padre de los Machado– puede considerarse un honor deseable. Si tuviera que elegir un solo momento de entre todos los que ha interpretado en el cine Agustín González, no tendría ninguna duda para espigarlo. Está en Historia de un beso, de Garci. Hay una muerte, el motivo que también convoca estas líneas. Nuestro actor, una vez más en el papel de sacerdote, eleva una plegaria en la misa funeral de su amigo ateo (interpretado por Alfredo Landa), pidiéndole permiso póstumo, entre sollozos, para esa piadosa traición a su terca voluntad última de que no se rezara por él. Vean la secuencia y comprueben si son capaces de retener las lágrimas. Les será difícil. Con esas mismas lágrimas despedimos ahora y desde aquí al gran actor que con su maestría nos brindó tantas satisfacciones en el celuloide y sobre las tablas. En ellas estaba representando Tres hombres y un destino hasta que ese destino se lo llevó. Mientras su capilla ardiente estaba instalada en el teatro Reina Victoria de Madrid, desde el cartel de una parada de autobús, en la Gran Vía, Agustín González aún miraba con una sonrisa a los viandantes, junto a sus compañeros de reparto, Alexandre y López Vazquez. A veces la muerte, como una funcionaria sobrecargada de trabajo, parece que también puede llegar a despistarse.

 
Comentarios