Respirando vida

Cuando subes los últimos metros, distingues al fondo una confusa amalgama de verdes, marrones y azules. Respiras vida. Desde arriba parece que lo de abajo no existe. Que es sólo una mala pesadilla. Allí no hay periódicos, ni malas noticias. Tampoco hay emisoras de radio con música pensada para engatusar a inocentes idiotas. Ni cadenas de televisión tratando de hacer de todos los problemas que sólo pertenecen a unos pocos. No hay, en fin, casi nada de lo qué preocuparse.   Supongo que nos pasará a todos. Desde lo alto, a veces, hipnotizado por la gélida brisa de la montaña, uno piensa si no sería mejor no bajar nunca, levantar una choza con lo justo para sobrevivir, dedicarse al cultivo de tulipanes. Ignoro por completo si los tulipanes tienen algún futuro en la alta montaña. Antaño lo sabía bien, pero eran otras épocas, eran tiempos en los que en vez de coleccionar discos, me obsesionaba por conocer todas las especies voladoras que surcan los cielos de la Tierra.   Mientras meditas si es mejor bajar a la civilización o no, arrecia el frío, y los tonos del valle se van llenando de tristeza. Se desvanece la claridad del día y la noche devora todo a su paso. El valle se arruga y algunas flores cuelgan el “cerrado por descanso del personal”.   La noche allí arriba es dura. El miedo a lo desconocido -no pavor, sino miedo- se apodera frecuentemente del turista o del montañero “amateur”. Aunque a éste último rara vez se le hace de noche en lo alto de un pico. Es fácil entonces comprender por qué los niños en los campamentos, cuando tiemblan acechados por sus miedos, más irracionales que nunca, se juntan y cantan alegremente. También lo hacen los soldados en la guerra.   En el descenso de la montaña, uno se topa poco a poco con lo cotidiano. Primero, casas empedradas abandonadas, grandes cercas metálicas, algún coche aparcado y, siempre, de pronto, de la nada surge un bar. Un poco más abajo, aún con la imagen de la muerte del sol tras el último pico, una parada de bus oxidada intenta hacerse fuerte entre la maleza. Los carteles de Edurne –o como se llame- y la Orquesta Maravillas –hay miles de orquestas que se llaman así- te recuerdan las fiestas cercanas.   El último golpe con el recuerdo de la realidad, antes de entrar en ella, te lo pegas con un cartel de una campaña electoral de hace varios años, gracias al cual puedes comprobar que, seguramente, todo era mentira.   Ya falta poco para atravesar la línea que te devuelve a la civilización del siglo XXI. Y vuelves a pensar si no es mejor volver arriba. Cambiar los problemas políticos por los cultivos de tulipanes, o de lo que sea que ofrezca flor para alegrarte la vida. Cambiar el ruido por el silencio. La seguridad inestable por la tranquilidad. El confort carísimo por la calidad de vida natural. Y sobre todo, cambiar las canciones de los triunfitos trasnochados y de las orquestas de pueblo cañí –en el sentido más cutre de la palabra- por las hermosas canciones de campamento que arriba parecían brotar de cualquier cueva.   ¡Cuántos buenos momentos nos traen aquellas absurdas canciones de juventud! ¡Cuantas noches de miedo y terror se han difuminado entre letras populares! Aquellos días en que nada era una preocupación para nosotros, vuelven con más luz qué nunca, al dejar atrás la ladera. Aún la contemplo por el retrovisor del coche, mientras escucho ya los pitidos del atasco que me espera en el empalme con la carretera nacional, donde se huele –pero no se ve- la futura y deseada Trancantábrica.   Ya en el atasco, la imagen de la puesta de sol se idealiza por segundos. Creo que mañana volveré a subir. A dejar atrás todo y cantar junto al fuego del campamento, no sé si me arriesgaré a la multa por atentado forestal. En las canciones estaba la moraleja y con ellas he aprendido a apagar el fuego. Tal vez vuelva a bajar de allí algún día al siglo XXI. Tal vez el lunes de la semana que viene. ¿Acaso podemos decidir?

 
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