TVE

Es diferente que se cumplan cincuenta años de la invasión de Hungría por los tanques soviéticos o del matrimonio de Grace Kelly con Rainiero, a que se cumplan cincuenta años de la aparición de TVE. No sólo porque -tempus fugit- hoy ya no existan ni el Pacto de Varsovia ni la real pareja monegasca, mientras que sí pervive nuestro canal público de televisión. Tampoco porque la trascendencia universal de estos episodios sea dispar, que lo es, de modo que difícilmente se hallarán menciones a los estudios del Paseo de la Habana en las páginas más solemnes de la historia. Ni porque una intervención militar o los fastos de un enlace se agoten en su instantaneidad, que se agotan, al tiempo que un medio de comunicación recién fundado, por su naturaleza, prolifera. Los cincuenta años de TVE son diferentes de cualesquiera otros, sobre todo, porque los llevamos más vividos. Al menos un tramo de ellos, y al menos hasta no hace demasiado.

Para todos los que continuamos moviéndonos por el mundo de los vivos, la televisión ha tenido una influencia determinante en la estética, los sentimientos, la moral y la cultura. A los más longevos su difusión los cogió talludos, y las sucesivas generaciones nos hemos ido incorporando a ella como a un hábitat virtual para el que ya naciéramos adaptados. Más aún: configurados. La mejor prueba es que, cuando hoy en día se reúnen dos o más personas con fines puramente conversacionales, es muy probable -fenómeno habitual, al menos, en el entorno de mi edad: veintiocho años- que la charleta embarranque en una nostálgica retahíla de series y programas que marcaron nuestra infancia. Espido Freire, una coetánea, lo atribuye al escapismo forzoso del precario «mileurista», y quizá no le falte razón.

Para acrecentar las posibilidades de acceso a esa evasión inocua están siendo muy útiles las celebraciones del cincuentenario de TVE, única oferta televisiva en España hasta principios de los noventa. Gracias a las recuperadas secuencias parciales de emisiones que empezaban a elevarse hacia la vaporosa región del mito, he constatado por ejemplo que El planeta imaginario no era una ensoñación mía vespertina provocada por la digestión del bocata de mortadela, sino una delicia real que nos ofrecía la Primera, creo, con melodía de Debussy. Y puede que eso sea, al fin y al cabo, lo más valioso: el simple hecho de haber dudado.

 
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