Cuando sólo nos queda el pataleo

El presidente del Reino de España —que así se denomina todavía nuestro país, pese a los designios de los principales aliados, republicanos y antiespañoles, del Gobierno— fue recibido y despedido con un sonoro clamor reprobatorio en el desfile de la Fiesta Nacional. No pude acudir al acto, pero les reconozco que, en caso de hallarme entre la concurrencia, hubiese unido mi voz al de la multitud para corear un «fuera, fuera» alto y claro, un «fuera, fuera» legítimamente cabreado y con desgañitada intención plebiscitaria. De acuerdo, el abucheo se acerca más a la actitud incívica que a la morigerada expresión de la voluntad soberana mediante el voto o la pancarta. Ahora bien, y dejando claro, por cierto, el hecho de que ni al presidente, ni a sus escoltas, ni a sus ministros, ni a cualquiera de sus subordinados les llovió ningún huevo —diferencia sustancial respecto a etapas anteriores, en que todos ellos solían salir ciscados hasta el tuétano—, Rodríguez ha reducido tanto el margen de maniobra a quienes discrepamos de sus planteamientos, que apenas nos queda para que nos oiga —ni siquiera digo escuche— el exabrupto indignado y poco más. El 11 de octubre publicaba José María Ruiz Soroa en El País un artículo, adicto al régimen, sí, pero interesante para saber con quién nos las habemos. Recordaba el autor una analogía indudable entre Azaña y Rodríguez: en ambos late el sentimiento jacobino, «la convicción de que las posiciones políticas fundadas en la verdad clara y distinta deben llevarse a la práctica tanto impecable como implacablemente». Por mucho recelo que nos produzcan los iluminados, uno desearía que el actual presidente encontrara, en efecto, alguna verdad clara y distinta, y no ocho fórmulas de encaje por aquí o conceptos discutidos y discutibles por allá. Esa certeza de haber alcanzado la excelsitud moral puede llevar a la tentación de prescindir de quienes no comparten las propias opiniones, añade Ruiz Soroa. Por mucho que «se radicalice» y por mucho que se encuentre en una «deriva reaccionaria», según el autor del artículo no sería conveniente dejar a un lado a la derecha, «porque representa a un 35% del electorado». Gracias, hombre, por tenernos en cuenta. Pero ya que hablamos de radicales, quizá convendría no tanto mirar a Génova como a Estella y Perpiñán, donde se reunieron los socios de Rodríguez con los radicales por excelencia. Si radical y reaccionario es defender la unidad de España —en este caso sí como una verdad clara y distinta—, las libertades, la igualdad en derechos y deberes de todos los ciudadanos, la solidaridad entre las regiones y el orgullo —frente el vergonzante balbuceo presidencial— de pertenecer a una gran nación, pues entonces motéjesenos así. Sin necesidad de jacobinismos, nos dan la razón estos casi treinta años de prosperidad y convivencia en razonable armonía, amparadas por nuestro marco institucional. Y cuanto más se empeñe Zapatero en hacer impecables e implacables oídos sordos a tal evidencia, más alto deberemos recordárselo. Aunque sea a voz en grito.

 
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