Manifiesto vindicativo del mar crespo

Después de todo, no queramos un mar por completo domeñado al interés llano de los hombres. Dejémoslo estar según lo veía Juan Ramón: desorden sin fin, hierro incesante. El mar no ha de tener caminos dibujados, porque en su superficie se borra cualquier traza, ni tiene por qué sernos bonancible. Si el tránsito en las aguas fuera espontáneo y natural, como echarse a caminar campo adelante, ni el aislarse tomaría idea y nombre de las islas, ni se habría acuñado por contraste ante el riesgo de zozobra la expresión aliviadora «tierra firme». 

El mar es siempre ajeno. Ningún hogar definitivo hay asentado en las corrientes. Toda navegación concluye en el arribo a puerto, y quien desde la costa otea el horizonte no busca otro mar, sino otra costa. No hay faros que guíen en la noche hacia las zonas abisales, donde un ser querido, manteniéndose a flote, espere al fatigado pescador. Marear sin rumbo es disparate, y la consulta de estrellas, astrolabios y brújulas a manera de guías es de todo punto necesario para quien ha partido y espera, por supuesto, regresar. 

Porque siempre es ajeno, el mar puede sernos hostil sin proponérselo. Hay que mantener la cautela ante el posible zarpazo de las aguas violentas, y tener siempre a mano el transmisor cuando el barco se aleja océano adentro, y atender al sistema semafórico de las tres banderas cuando el bañista nada mecido por las olas de la playa. Con gran prosopopeya –en su doble sentido–, de alguien muerto en su seno decimos que el mar se lo llevó. No hay tal, pues sería achacarle instintos homicidas, y el mar está a otra cosa.

El mar está a sí mismo. Transcurridos milenios desde la primera vez que se zarpó, en él ha abierto el hombre rutas comerciales, en él ha guerreado, a su través ha descubierto y ha colonizado continentes, por encima ha inventado una trama de líneas que se cruzan y le dan orientación, y ha delimitado también, surgidas de la nada, jurisdicciones que se proyectan desde tierra, fronteras que en un mapa político del mundo no se advierten porque la enorme masa de agua sigue, pese a todo, coloreada de un azul impertérrito. 

Y, sin embargo, el mar solo se gobierna. El mar con sus oscuras leyes de vaivén, con sus flujos, con su rumor de enorme animal varado en sus propias aguas, testigo primero del mundo, cansado animal salobre de eternidades fatigosas. Cuando el mar se embravece, algo colosal y a la vez íntimo está ocurriendo, algo como una rebeldía impotente que sólo puede, que sólo sabe estallar en un alocado fragor de espumas. Oscuramente, el mar crespo está expresando su soberbia, incomprensible libertad. 

 
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