Los mandones

Uno de mis compañeros de infancia, mucho más cobarde que débil, contestaba a las manipuladoras órdenes de los matones de colegio balbuciendo un discreto “Tú no mandas en mí”. A veces, para tragedia de Cervantes, Espronceda, Galdós, Cela y otros futbolistas de ayer y hoy, se ponía nervioso y escupía un defectuoso “Tú no mandas mía”. Y salía corriendo.

Me he acordado hoy de esta anécdota pensando en que esa frase, bien o mal dicha, es la esencia de lo que nos apetece contestar a la autoridad cuando abusa de su poder. Y es que a estas alturas ya no hay marcha atrás. Sálvese quién pueda. Porque al final estos políticos se lo van a cargar todo. Vienen decididamente a por nosotros. A por ustedes. No van a dejar títere con cabeza. ¿A España, dice? “Ni la madre que la parió”. Memorice bien esa época en la que usted compraba, veía, decía o hacía lo que le daba la gana, siempre que respetase la Constitución y los derechos fundamentales. Si le queda algún reducto de libertad, en su parcela, entre su gente, prepárese.

Contemple la posibilidad de que muy pronto le obliguen a comprar un jersey verde y con lunares aunque usted lo quiera azul y de rombos. Plantéese que, si todo sigue igual, mañana usted verá en el cine lo que quieran la Bardem y la Calvo, y atícese con un canto en los dientes si –sin ser toro- logra salir con vida de una plaza taurina. Nada está a salvo para este atajo de irresponsables. Y mandones. Porque al final son unos mandones. Los unos, los otros y los de más allá. A las contadísimas excepciones ya las han ahorcado en plaza pública. Son los nuevos iluminados. Son los defensores de esa abominable política encaminada a obligarnos a todos a ser felices, sí, pero de la forma que ellos consideren. Incluso aunque no queramos.

La última del clan de los mandones está especialmente de actualidad. Ese gabinete de terrorismo intelectual en que año tras año, desde hace décadas, se convierte el ministerio de cultura, ha preparado un nuevo asalto a las libertades individuales en forma de una ley que, aunque se muestra como una justificada defensa del arte español, va encaminada a decirnos cuáles deben ser nuestras películas favoritas. Y, de paso, a asegurar el pan a varias generaciones de sectarios cineastas españoles.

Pongamos que usted tiene una sala de cine. Ha reunido dinero, socios y se ha endeudado hasta las cejas para abrir ese ansiado cine en su ciudad o en su pueblo. Vive de eso. Allí usted programa las películas que estima conveniente, de la forma que su negocio le resulte más rentable, al tiempo que, seguramente, trata de ofrecer un servicio de calidad. Es su trabajo. La vida se lo permite y es usted libre de hacer con su cine lo que desee. Quizá por eso vive en España y no en Irán o en Cuba, por ejemplo. Pongamos que usted considera que el cine americano es el más taquillero y por eso lo programa más. Pongamos que usted cree que el cine español, salvando muy pocas excepciones, es como una gran secta donde no hay más originalidad que el mal gusto, más intelectualidad que el manido pensamiento único, ni más arte que el limitado talento de sus protagonistas. Pongamos que usted ha comprobado que además de no gustarle, el cine español no le resulta rentable. Pongamos que aparecen unos políticos, que están en deuda con los cineastas españoles, por razones que no caben en este artículo. Pongamos que una señora sin escrúpulos ha decidido pagar su personal tributo a los vociferantes cineastas obligándole a usted, libre ciudadano, a que convierta su sala de cine en un expositor del cine español. Contra su voluntad. Contra su bolsillo. Contra su pan. Contra su libertad. En beneficio de Bardem, Almodóvar y otros autoproclamados intelectuales.

Bien, pensará usted. A mí me importa un pimiento lo que suceda con los cines. Ni tengo amigos cineastas, ni voy al cine, ni conozco al dueño de ninguna sala de cine. Usted pertenece a esa porción de la sociedad española, ingenua, adocenada y asquerosamente egoísta. Pero sepa que mañana, la ministra de cuota de turno decidirá, por ejemplo, que debe usted comprar sólo discos de música rapera, porque es lo de la calle y lo progre. O que queda prohibida la venta de hamburguesas. Porque engordan. Y los ciudadanos modernos deben ser son rojos, verdes y delgados. O que –ahí le dolería- queda prohibido el Real Madrid, porque acabamos de saber –por otro político- que es el equipo de Franco, que creo que está muerto. O que quedan prohibidos los diarios digitales, porque el gobierno considera que mienten. Etcétera, etcétera y etcétera.

Sí, yo también creía que la Ley del Cine era una exageración de los de la COPE. Y ahí la tienen. Prepárense.

 
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